
Recuerdo, en aquellos tiempos, haber utilizado un pequeño arco metálico y una sierra esquelética, para aserruchar una tabla de terciado y lograr, con paciencia de santo, obtener de la madera, la figura de una vaca o un pato, que después iba pegada a una base rectangular, que debíamos pintar con esmalte y agregar las correspondientes ruedas.
Eran los trabajos manuales de escuelas pobres, donde aprendimos a trabajar con fibras de caucho, pita, sizal, crear objetos útiles de una lata de arvejitas, componer una figura artística con la lámina de aluminio que venía con el tarro de “Nescafé”, edificar casas a escala con “pluma vit”, fabricar objetos con palitos de helados que recogíamos en las calles, los que, una vez lavados y pintados, servían para construir una inmensa variedad de artículos. Nunca olvidaré el olor a “colapez”, con el que se pegaban los volantines y la técnica para fabricar un buen “engrudo” con harina blanca, para pegar cuánta cosa fuera de papel.
Los días de la exposición eran de máximo engreimiento, porque era visitada por los padres y apoderados, los Rotarios, los Leones, público en general y hasta el Alcalde se daba una vuelta.
Las niñas lucían sus bordados en servilletas, manteles y sábanas. Atractivos y curiosos paños tejidos a crochet e individuales para la mesa, vestidos para las muñecas, especieros para la cocina y pañuelos decorados con pintura para géneros.
Nos enorgullecíamos al ver expuestos como en una galería de arte, nuestros dibujos hechos con sémola, lentejas, porotos, fideos y de “un cuanto hay”, que luego coloreábamos con témpera y abrillantábamos con aceite de linaza.
Los elogios eran de todas las personas visitantes y el orgullo partía desde la directora, hasta el último alumno, que no cabía en sí mismo, cuando veía su repisa cuidadosamente lijada y barnizada, expuesta notoriamente sobre un muro, con su nombre, edad y curso, impreso en una discreta cartulina celeste.
Nuestra creatividad no tenía límites.
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