En los 60’s, viajar en avión era un lujo. Ser parte del mundo de los Aeropuertos era tan inalcanzable como ingresar a una película de ciencia ficción.
El público era muy selecto. Para la ocasión se vestía tan o más elegante que cuando se asiste a una acartonada ceremonia en la que los trapos juegan un papel fundamental. No era propio desentonar entre gente pituca o extranjera, vidriados salones y tapizados escoceses.
Ahora, en un Aeropuerto, nadie te sonríe. Ya no somos los clientes que mueven el sistema, sino los enemigos que quieren destruirlo.
Los boletos se adquirían en una Agencia de Viajes, quienes entregaban algo parecido a un talonario de cheques, con origen y destino, ida y regreso, su correspondiente copia, en un coqueto sobre de plástico.
Se podía portar dos maletas y más de un bolso de mano. La atención a bordo era exquisita: vajilla de losa, vasos de vidrio, cubiertos metálicos, buena comida (y caliente) y una gran variedad de cosas para solicitar gratis como: caramelos, tragos, diarios, revistas, etcétera. Los niños podían, inclusive, visitar la cabina para sapear cómo se veía el mundo desde allí.
Todos, pasajeros y sobrecargos, sonreían como en una fiesta de cumpleaños. Volar estaba lleno de glamour. Oui la la.
En las últimas décadas, subirse a un pájaro metálico es como tomar un micro con alas.
El asunto se popularizó tanto que ahora tenemos vuelos hasta para la quebrada del ají, con precios desde veintinueve mil novecientos noventa.
Los fabricantes han diseñado aviones en los que se trata de aprovechar el espacio al máximo, con el fin de embutir, en clase económica, la mayor cantidad posible de resignados pasajeros. La comodidad de antaño se convirtió en una comprimida lata de sardinas.
Ahora, el boleto es electrónico, se compra por Internet y se paga con tarjeta, (sale un diez por ciento más económico). Se hace el check-in desde la casa o en las máquinas del Aeropuerto, al que debes llegar, como mínimo, con dos horas de anticipación.
Se permite sólo una maleta, que no debe pesar más de 23 Kg., y un bolso de mano que no sobrepase los 8 Kg.
Las medidas de seguridad siempre estuvieron presentes, pero, luego de innumerables secuestros, la detención de narcotraficantes y del atentado a las Torres Gemelas, volar no sería nunca lo mismo.
(Y se exageró, espantosamente, el criterio de seguridad, como siempre hacemos luego de un hecho trágico o una situación límite: cuando nos gobernaban los militares, si decías, en cualquier parte, la palabra “justicia”, te fichaban como marxista-leninista, poniendo en riesgo la seguridad interior del Estado y te mandaban relegado a una isla. Hoy, si en un aeropuerto, se te ocurre balbucear, nada más, la palabra “bomba”, te sacan cascando, te meten preso y apareces en los diarios como pariente de un Euskadi miembro activo de la ETA)
Llegando al counter, la rubia teñida con cara de Institutriz, te pregunta si portas objetos corto punzantes, o algunos de los artículos prohibidos: desodorante spray, espuma de afeitar o bloqueador solar, en tu bolso de mano. (He estrujado mi cerebro, pensando cómo fabricar un poderoso explosivo con pasta dental, gel para el pelo y colirio).
La maleta se fue a la bodega, sin pagar sobrepeso, queda llenar el papel de inmigración, despedirte de alguien con abrazos, besos y lágrimas, comprar algún periódico, libro o revista y caminar hasta las ventanillas de la Policía Internacional, donde debemos mostrar: pasaporte, el papel con datos personales y el boarding pass.
El Detective nos dará una mirada suspicaz, arrogante y fría como un nazi, porque todos los pasajeros, somos potenciales sospechosos de algo: secuestradores aéreos, traficantes de estupefacientes o nos busca la INTERPOL por alcance de nombre, y con ellos, no se debe ser amable, jamás. Nos timbra la fecha de salida e indica la máquina de rayos equis, donde los funcionarios esperan encontrarnos ametralladoras, granadas y bazucas, por lo tanto, debemos depositar allí la notebook, la mochila y nos tenemos que empelotar: afuera la chaqueta, la correa, el reloj, el celular, las llaves, monedas o -Cualquier objeto metálico, Señor, por favor, (en algunos Aeropuertos te hacen sacar hasta los zapatos).
Aunque la puerta no haya emitido ningún sonido, igual te pasan un detector de metales por el poto... por si las moscas, poh... porque quieren estar, absolutamente, seguros que tus calzoncillos no explotan.
Y bueno, recoges tus cosas, y mientras te vistes, observas, al frente, un cubo de vidrio lleno de: cortauñas, tijeras, destornilladores, cortaplumas y el yatagán de Cocodrilo Dandy.
Sigue la pasada obligada por el Duty free, pero con el sudor acumulado por el improvisado strip tease, lo que menos quieres hacer es comprar huevadas, por lo tanto, pasas al baño a refrescarte, te compras una bebida y ya te sientas, más o menos tranquilo, en la sala de embarque, a esperar con paciencia de monje Tibetano, frente a la puerta número doce.
A esa altura, aún no dejas de ser sospechoso de algo, porque falta que venga un Policía con un perro de mierda que te olfatea, desde las patas hasta los anteojos, buscando droga. Si pasan de largo, significa que estás limpio como una patena. Que tengas buen viaje.
2 comentarios:
Los felicito por el blog, en verdad esta muy bueno, un saludo.
Pau - Boletos de Avion.
HOLA PAU:
Gracias por tu comentario.
Un abrazo
Memo
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