Si
el consumismo fuese una religión, los Malls serían sus Templos sagrados. Desde
que aparecieron, tímidamente, en los 80’s, se han ido convirtiendo,
paulatinamente, en sitios obligados de peregrinación de una multitud de
impulsivos feligreses, incapaces de resistir al apocalíptico apremio de
comprar, sucumbiendo a la lógica hedonista: consume y sé feliz.
Allí
todo está pensado para el “consumismo
amigable”: vastos estacionamientos, anchos pasillos, brillantes como un convento
de monjas de clausura: ni un pastelón desencajado, ni mojones de perro ni
charcos de agua sucia, barro fresco o basura pestilente.
Nos sentimos cautivados, embrujados y seducidos por una arquitectura atractiva, acogedora y artificial: palmeras, plantas y flores chinas de plástico, fuentes de agua cristalina, música ambiental soft en inglés, aire acondicionado, escaleras mecánicas, locales iluminados y decorados con atrayentes adornos de una infinita variedad cromática, baños higienizados con aroma a lavanda (dignos de meones y cagones pulcros) salas de cine agringadas hasta en el olor a pop-corn y un macdonalizado patio de comidas.
En definitiva, Ir a un Mall es sentirse protagonista de la película “Confessions of a Shopaholic”, porque la idea de este perfecto glamour made in gringolandia, es que uno se idiotice, se le congele la sensatez, escape de su realidad de asalariado de clase media aspiracional tercermundista y se endeude, como alienado, comprándoselo todo con mágicas tarjetas de crédito.
Nos sentimos cautivados, embrujados y seducidos por una arquitectura atractiva, acogedora y artificial: palmeras, plantas y flores chinas de plástico, fuentes de agua cristalina, música ambiental soft en inglés, aire acondicionado, escaleras mecánicas, locales iluminados y decorados con atrayentes adornos de una infinita variedad cromática, baños higienizados con aroma a lavanda (dignos de meones y cagones pulcros) salas de cine agringadas hasta en el olor a pop-corn y un macdonalizado patio de comidas.
En definitiva, Ir a un Mall es sentirse protagonista de la película “Confessions of a Shopaholic”, porque la idea de este perfecto glamour made in gringolandia, es que uno se idiotice, se le congele la sensatez, escape de su realidad de asalariado de clase media aspiracional tercermundista y se endeude, como alienado, comprándoselo todo con mágicas tarjetas de crédito.
De
lunes a domingo, de 10:00 a 22:00 horas, se ven familias completas, con abuela
octogenaria incluida, recorriendo pasillos, mordisqueando cupcakes, galletas
tip-top y donuts, vitrineando,
ingresando a locales destacados con una gigantesca palabra SALE en neón, a
pelearse por calzoncillos coreanos y medias tailandesas, de a tres por luca,
probándose imitaciones de zapatillas de marca o, en el patio de comidas, donde
se ve al guatón albondigonoso de barba crecida, con mujer guatona e hijos guatones, todos vestidos
con buzo y zapatillas, devorando a tarascones un completo chacarero con la mayonesa
chorreando y sacándose fotos para subirlas a Facebook o crear un wallpaper.
Un
Mall está en eterno estado de OFERTA y cada mes hay un motivo para acudir, como
fiel devoto, atraídos por la parafernalia carnavalesca que arman por: Inicio de
clases, Semana santa, “Días”: de la Madre, del Padre, del Niño, de la
Secretaria, del Amigo, de la Cahuinera, del Patas negras y del Awuevonao; Fiestas
patrias, Haloween chilensis (otra copia
de bajo presupuesto de USA), Navidad con nieve artificial y Año nuevo con
cuetes importados.
Se
supone que comprando dos poleras chillonas, made
in China, por cinco lucas, pago pactado en treinta y seis cuotas; tomando
helado Yogen fruz y zampándose un
combo 100% colesterol, con una súper hamburguesa con carne de dudosa
procedencia, papas fritas y gaseosa, extendiendo el combo con cuatro empanaditas
de queso por ocho gambas, y siendo espectadores de un show gratuito de un humorista en decadencia, somos inmensamente felices.
Es,
realmente, difícil resistirse a tanta instigación junta. Allí todo está
dispuesto para tocar, probar, entusiasmarse y decidir. Tenemos Banco, cajeros
automáticos y money exchange ahí mismo, no hay excusa para no continuar
comprando como descerebrados.
Los
Malls han cambiado la fisonomía de las ciudades y los hábitos sociales, culturales
y mentales de sus habitantes, convirtiéndonos en autómatas consumistas crónicos;
porque nuestros temas de conversación giran en torno a la última visita al Mall,
a la evocación, enumeración y evaluación de lo que hemos comprado, lo que
pretendemos y lo que no pudimos comprar, o sea, estamos inmersos en una espiral
que sólo contempla satisfacciones, aspiraciones y frustraciones de consumo. Compro,
luego existo.
El
objetivo de Inversionistas usureros, Arquitectos vanguardistas y Marketeros
oportunistas se ha cumplido a cabalidad, los Malls se han convertido en mini
ciudades que lo tienen todo y es imposible que podamos vivir sin ellos, si
hasta hacemos cola para entrar cuando se inaugura alguno… y vamos por más…
Las
parejas ya no se juntan en la plaza, el parque o el bar de la esquina, se van a
pololear a un Mall. Un cumpleaños no se celebra en casa, es mejor en el Mall. - ¿Estai aburrío? - Vamos al Mall.
-¿No tenís plata? -No te preocupí, comprai con tarjeta y cero atao, poh. – Tu
pololo te pegó la PLR? - Te vai al Mall, a un happy hour, cantai karaoke, te
sacai fotos, lo pasai la raja y te olvidai de los problemas, cachai?
Viva
el consumismo fatuo. Vivan los Malls. Vivan las tarjetas de crédito. Vivan los endeudados. Viva Dicom. Viva la Pepa.
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