Sistema de señalización digital
En los 60’s, tener auto era privilegio de ricos, porque se compraban al contado. La gran mayoría utilizaba locomoción colectiva y se acostumbraba a caminar varias cuadras para ir al trabajo, al colegio o al Hospital.
Usábamos harto las bicicletas y, si requeríamos transportar cosas pesadas, tomábamos un taxi, un carretón de fletes o un coche tirado por caballos. No teníamos dramas.
En los 80’s, gracias a un Banco oportunista, los automóviles se pudieron comprar al crédito, motivados con un creativo y vendedor spot de TV, con el cual impusieron un agresivo slogan “Cómprate un auto, Perico” que más bien sonaba a insulto.
Y el homo chilensis de clase media aspiracional tercermundista, sucumbió a la tentadora oferta, quiso dejar atrás su condición de peatón y adquirió un flamante automóvil, pensando que le daría status.
Y se presumía harto con el temita, porque, estos nuevos chóferes, no guardaban nunca las llaves en el bolsillo, sino que, en donde anduvieran, las hacían tintinear, le gritaban a su mujer: -“Mi amor, se me quedó la chaqueta en el AUTO” o presuntuosamente, lanzaban el llavero sobre un mesón, así, para nadie pasaba inadvertido que el obeso mórbido, coquetamente vestido de pantalón y camisa amasada, era un arribista endeudado con cuatro ruedas. Un espectáculo, verdaderamente, patético.
(Lo mismo sucedió, en los 90’s, con los primeros celulares, que no se lo sacaban de la oreja por nada del mundo y también con las tarjetas de crédito, porque, esos mismos gordinflones, en la caja del Supermercado, sacaban, con petulancia, una porta chequera, mostrando a diestra y siniestra las ciento cuarenta y dos coloridas tarjetas e incluso le preguntaban a la cajera -¿Con cuál le pago, mi reina?)
Como consecuencia de este fenómeno, surgieron las Escuelas de conducir y los Departamentos de Tránsito de las Municipalidades, diariamente, estaban atestados de gente esperando, ansiosa, obtener su licencia.
O sea, la cosa iba en serio: Tengo auto, luego existo. Y comenzaron (y no se acabarán fácilmente) los problemas en nuestras calles, avenidas y carreteras.
A los pocos años, se generó un nuevo mercado: el del auto usado.
Su clientela eran aquellos que también querían andar motorizados, pero no les alcanzaba el billete para encalillarse con el Banco, entonces compraban, a precios más asequibles, una digna Citroneta o Renoleta de segunda o tercera mano, la amononaban un poco y ya les servía para presumir ante los vecinos, en el trabajo o con la parentela: “Tengo auto”, y eso era como llegar a la cima del Everest, que le hayan confirmado que era descendiente del Conde de Cañete o que su apellido ya no era González ni Tapia.
Luego, estos neo-automovilistas, lograban adquirir autos japoneses o rusos, siempre de segunda mano, hasta que, con mucho sacrificio, lograban alcanzar el soñado cero kilómetro. Eso era la gloria y ameritaba una fiesta con canapés de lengüita de canario, un jabalí al palo y palomas de la paz escabechadas.
Pero estas maquinitas nos hicieron mal.
Manejando con lentes oscuros nos sentimos reyes del mundo y nos permitimos insultar a quien se nos cruce; incluso nos burlamos y lanzamos vituperios a la gente “de a pie”, grupo al cual nosotros pertenecíamos no hace mucho.
Para qué decir de las injurias a los otros chóferes, porque eso es pan de cada día. Para un automovilista, quien conduce a más velocidad que él, es un desquiciado y el que va más lento que él, un imbécil.
Algunas personas no pueden prescindir del autito, porque ya forma parte de su anatomía (lo mismo que el celular) y quedarse sin él es una tragedia griega, un bloqueo psico-motor y una depresión aguda. No salen ni a la esquina, se quedan confinados en la casa como si estuvieran condenados con arresto domiciliario y cuando uno los llama, lo primero que dicen es: “Estoy sin auto” y eso significa que no tienen piernas, no existen los taxis, ni los micros ni el metro, o sea, no pueden movilizarse. Qué horror, oye.
Dicen que el cementerio está lleno de automovilistas que tenían la razón. Ninguna ciudad se escapa de tener entre sus estadísticas un lamentable número de innecesarias muertes provocadas por la letal combinación automovilística: testosterona, alcohol y alta velocidad.
El auto, Perico, no hizo cosas buenas por nosotros. Nos convirtió en sedentarios. Nos estresamos con los tacos. Desde las primeras horas de la mañana, cuando vamos a trabajar, todos los días nos encontramos con un histérico que te bocinea frenéticamente y conduce como si estuviera a punto de cagarse en los pantalones.
Con todos los líos que provoca el “parque vehicular”, aparte de la contaminación atmosférica y acústica, no se puede estacionar en ninguna parte, si dejas el auto en la calle te roban lo que pueden o, impunemente, se lo llevan. Respecto a los partes, seguros, precios de la bencina y repuestos, cada uno tiene su propia experiencia.
En la decadente sociedad de consumo en la que estamos inmersos, Perico, el auto no nos hizo más felices ni nos dio categoría ni clase: nos deshumanizó.
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