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Rey de Socos

sábado, 1 de diciembre de 2012

LA CABELLERA

Desde tiempos remotos, el cabello del ser humano ha sido considerado como un elemento seductor
En la mitología griega, Afrodita, cubría su desnudez con su larga cabellera rubia; Ariana, enamoró, perdidamente, a Baco, con su abundante melena flotando al viento.
Para los griegos, cortarse el pelo como sacrificio a los dioses era una ofrenda suprema. Berenice consagró un bucle de sus cabellos a Afrodita, a fin de que su esposo Ptolomeo regresara vivo de la guerra de Siria. Las damas helenas consagraban mechones de sus cabellos a Asclepios, dios de la medicina, con el fin de obtener sanaciones milagrosas.
La Biblia, (Jc 13-16) relata la historia de Sansón, quien poseía una fuerza extraordinaria, que dependía del largo de sus cabellos.
Los musulmanes conservaban en sus cabezas un moño, desde donde Mahoma los tomaría para trasportarlos al paraíso. Los bonzos se afeitan la cabeza para manifestar su ascetismo.
Para los franceses, la cabellera, sinónimo de nobleza y potencia, representaba la distinción de la realeza, al no tenerla, el rey de Francia perdía su reinado. Los nobles del palacio podían destronar a un rey sólo afeitándole la cabeza y encerrándolo en un calabozo. Luis XIV, no se dejó amedrentar por el tema: su peluquero, le afeitaba la cabeza diariamente, en secreto, y le colocaba una voluminosa peluca rizada. 
A la reina María Antonieta, el pelo se le destiñó, súbitamente, cuando fue encerrada en la Bastilla, recuperando su color natural poco antes de subir al cadalso.
La cabellera es uno de los pocos temas en que judíos, musulmanes y cristianos están de acuerdo: los tres cultos ven el cabello como un elemento clave para la seducción, la lujuria y el pecado.
Las reglas monacales de los años 600 obligaban a los monjes a rasurar su cabeza, como símbolo de renuncia, sumisión y anular la posibilidad de ser atractivos. 
El Concilio de Constantinopla, del año 692, amenaza con excomunión a quienes rizaran o tiñeran sus cabellos.
En la actualidad, hombres y mujeres musulmanes, y, también los judíos ortodoxos, se cubren el pelo para no provocar tentaciones.
Para los indios de Norteamérica, los cabellos eran trofeos de guerra, por eso arrancaban el cuero cabelludo de sus víctimas.
Los romanos, por su parte, infligían la tonsura a los pueblos vencidos y, más recientemente, al final de la segunda guerra mundial, las mujeres acusadas de haber mantenido relaciones con el enemigo, eran rapadas, escupidas y humilladas en público. 
Julio César, por cierto, disimulaba su pelada con una corona de laureles.
Entre otros personajes célebres que sufrieron calvicie se encuentra la reina Nefertiti, quien padecía de alopecia (caída o pérdida del cabello) total y se la trataba con una mezcla de grasa de león, hipopótamo, cocodrilo, gato, serpiente y cabra montesca, receta que se encontró escrita en los papiros de Ebers. Lo mismo le sucedió a la reina Elizabeth I, de Inglaterra.
Sócrates se consolaba ante su pérdida de cabello, argumentando: “En los caminos transitados la hierba no crece”. 
Hypócrates, que también era calvo, estableció, hacia el año 400 a.C., una relación entre la alopecia y los problemas hemorroidales.
Existe una anécdota del Talmud que dice así: “Un hombre tenía dos esposas, una joven y la otra vieja; la joven quería arrancarle los cabellos blancos para que pareciera más joven y la vieja los oscuros para que pareciera mayor; y así, entre las dos, dejaron al hombre completamente calvo”.
En conclusión, no hay que perder la cabeza por los cabellos, pero hay que tratar de no perder los cabellos de la cabeza. Hoy existen, para consuelo de los pelados, diferentes tratamientos médicos o quirúrgicos que pueden tratar la calvicie con excelentes resultados.

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