...

...
Rey de Socos

miércoles, 16 de diciembre de 2009

RESFRIADO

Tengo la garganta irritada, los ojos llorosos, sudo como coreano en baño turco, me duele el esqueleto, me corren los mocos y la tos no me deja, aparte de un humor insoportable, no puedo creer que, más de doscientos virus se hayan encargado de provocarme este desagradable estado de salud, que me ha tirado, abruptamente, a la cama: estoy resfriado.
En el velador tengo un kilo de fármacos que me recetó el médico antes de venirme a la casa caminando como un zombi. No tengo ánimo para leer o escuchar música, pedí que las cortinas estuvieran cerradas y que, por favor, nadie meta bulla. Estoy muriendo lentamente.
No puedo tragar, no puedo hablar, al levantarme al baño, camino a patas abiertas, como boxeador después de un knock-out. Siento que todo gira a mi alrededor y el ruido más insignificante se eleva a mil decibeles en mis oídos. No tengo ganas de nada. Lo único que quiero es que se me pase, lo más pronto posible, esta sensación de desgano, que me dejen de doler los músculos de la guata de tanto toser y que desaparezca la cara de huevón que tengo.
Aparte de dormir pésimo anoche, estuve dando lástima toda la mañana en el trabajo, hasta que el Jefe me dijo:
- Váyase para su casa, mejor, hombre, no siga repartiendo microbios gratuitamente acá en la Oficina, porque va a provocar una pandemia y pronto tendré a todo el personal con licencia…váyase.
Lamentablemente, no tenemos idea en qué momento nuestras defensas están bajas. A pesar de preocuparnos de comer un kiwi por día, tomar jugo de naranja en el desayuno y algún otro alimento rico en vitamina cé; pero, el momento llega y no podemos evitarlo. Lo mío viene con los cambios bruscos de temperatura, por eso, odio el aire acondicionado.
Mientras pasan los años, los amigos te dan mil recetas infalibles para quitarte un resfrió en menos de lo que canta un gallo: beber una cerveza con limón, dos aspirinas y sal; es una mezcla intragable, pero da resultado, sobre todo en los resfríos de verano; o a lo macho mexicano: tequila, limón y sal; terminai más curao que moscardón en una fonda, pero se te va. La receta de mi abuela y luego de mi madre, auténticas diaguitas, era: Tilo, limón, cáscara de naranja y azúcar quemada, eso es lo único que acepto, porque desde pequeño, ese hervido de rico sabor me sanaba de todos los males a los tres días (ahora, que ya paso del medio siglo, la payasá no se me va sino hasta en una semana…y más).
Es extremadamente incómodo andar abrigado como esquimal, con paquetes de pañuelos desechables en los bolsillos, la nariz como payaso, con dolor de cabeza y deprimido; porque, admitámoslo, los hombres somos re-maricones para enfermarnos. Yo lo he asumido y no me da vergüenza admitirlo.
Admiro a las mujeres, que padeciendo el mismo resfrío que tenemos nosotros, con un poco de mentholatum en la nariz van a trabajar y realizan todas las labores domésticas sin hacer tanto escándalo. Lo que no me gusta, es que siempre nos pelan y se ríen de nosotros:

- ¡Ay, niña, mi marido está resfriado, y en cama, mijita, en cama, te juro…aparte de darle en la boca los remedios, hasta tengo que cambiarle el canal con el control remoto, porque el pobrecito ni siquiera tiene fuerzas para hacerlo y me mira con cara de cordero degollado, como si se estuviera muriendo, fíjate tú.
- Eso no es nada, si hubieras visto al mío, llegó con una cara de muerto y con un hilo de voz me dijo: - Háceme una limoná, por favor, háceme una limoná…y se acostó…se acostó..¿podís creerlo?
- Tan cobardes que son los hombres…¿ah? ¿Te fijai?… ¡cómo sería si ellos tuvieran una guagua! (trillado argumento de mujeres con categoría de brujas).
- No te digo ná, niña, tuve que llamar a mi suegra para que lo cuide, porque no podía dejarlo solo, y claro, él, chocho regaloneando con su mamita, mientras yo me mato trabajando en la oficina…y es un resfrío no más puh, chiquillas, ¿ah?
- Así son los hombres, poh: cobardes para enfermarse. Y desde chiquititos, ¿ah?, porque mi hijo, es igual que su Papá, se enferma de algo y hace una cuática…que ni te cuento.

No le doy a nadie un resfrío. Lo único que espero ahora es que se me pase lo más pronto posible. No me gusta estar en cama, no me gusta tomar fármacos, no me gusta decir “Baria Badalena” en vez de María Magdalena, no me gusta sentirme como me siento, pero sobre todo: odio que se rían de mí cuando estoy enfermo. Ay, ay, ayayaicito… ¿por qué me pasan a mí estas cosas? Me estoy muriendo. Llamen a la funeraria.

martes, 15 de diciembre de 2009

CACHUREOS


¿En qué fatídico momento un objeto pasa de ser algo útil a denominarse “cachureo”?  No tengo idea; pero de lo que sí estoy cierto, es que en cualquier casa que se respete “debe” existir el indispensable cuarto de los cachureos, (en algunos países lo llaman cuarto de los trastos) adonde van a parar miles y miles de porquerías que fueron usadas, las que se utilizan de vez en cuando y las que no le servirán nunca a nadie por los siglos de los siglos.
En una casa-casa es posible contar con ese espacio en el fondo del patio (no así en los departamentos caja de fósforo que habitamos los diaguitas inmigrantes) en el que se comienza por ubicar allí el planchador y, además, se guardan: la aspiradora, la estufa, la máquina de coser de la abuela, las escobas, los traperos y de un cuanto hay.
Hasta que el asuntito se transforma en un desorden de bolsas de plástico reciclado llenas de cachivaches, cajas de diferentes tamaños, floreros y demás, que no hallamos dónde cresta meter.

Entonces, un buen día, decidimos construir un mueble con repisas para ordenar esa anarquía y ubicar: el pesebre, el árbol gringo de navidad con todas sus chucherías, los juegos de luces que emiten esas melodías inaudibles, el ventilador de pie, la plancha seca, libros viejos, jarrones del año ñauca, los frascos y botellas vacías, trabajos manuales y los camiones tolva del nene, muñecas y ositos de peluche de la nena, el cajón de herramientas del rey de la casa y el moisés que utilizó la última guagua de la familia.
Nunca falta que un miembro del clan familiar sea el más cachurero, ese que siempre recoge cualquier pita, hilo, lana, caucho, cáñamo, o cinta de regalo, y comienza a fabricar una enorme pelota y la saca cuando hay que atar un paquete. Para qué decir de los papeles de envolver, guardan hasta el celofán en el que envuelven las flores compradas en algún semáforo.
Cuento aparte es el cachurero que guarda los envases de cualquier artículo, porque no botan ni la espuma plástica en la que vienen envueltos los artículos electrónicos. Estos personajes llenan la casa de huevadas que tienen la denominación de porquerías: guardan corchos, palos de helado y la cabeza de una Barbie.
Los que vivimos en departamento tenemos el tema resuelto, porque no existe el bendito cuarto o porque, sencillamente, no hay espacio para guardar botellas, frascos y potes de mantequilla, casata o cajas en las que venía una torta, por lo tanto, mandamos todo eso directamente a la basura, porque allí pertenecen. 

Y es cierto, algunas cosas que se guardan en la pieza de los cachureos tienen, definitivamente, calidad de basura, pero permanecen allí eternamente, porque alguien por ahí dice: nunca se sabe cuando algo puede ser de utilidad…el que guarda, siempre tiene.
Hay objetos que jamás se botan: la vieja guitarra con la que todos en la familia aprendimos a tocar, el acordeón del abuelo, el triciclo en el que todos nos sacamos la cresta cuando éramos chicos, la desvencijada bicicleta, la colección de long play del tío setentero, la pelela enlozada y la bandeja de mimbre, para que el enfermo de turno se alimente en la cama.
Los cachureos no se pueden eliminar de la casa, porque esos baúles decrépitos contienen cosas que fueron importantes para alguien, forman parte de la tradición de la familia y no se puede seguir viviendo sin los recuerdos: ¿Cómo podemos ser tan desalmados y deshacernos de la vieja silla mecedora de la abuela, de la Manena, esa muñeca de loza con la que jugaba nuestra hermana y de los soldaditos de plomo que tenemos guardados en una caja metálica de zapatos Calpany? Eso sería tirar por la borda años de historia, porque esos objetos han formado parte de nuestra vida y serán siempre tema de conversación, cada vez que buscamos el guatero y nos encontramos con el paraguas de papel que usó la Chira cuando se disfrazó de japonesa en la fiesta del Liceo de Niñas.
El problema se suscita cuando se nos ocurre cambiarnos de casa: ¿Qué nos llevamos? ¿Qué botamos? Difícil encrucijada. 

Al final partimos con todas esas cosas, porque no tenemos coraje de tirarlas, regalarlas o venderlas. Ser cachureros forma parte de nuestra cultura. 
En otros países, la gente bota de todo…si no me creen, vayan alguna vez a pasar el año nuevo a Italia…esa noche, luego de darse mutuamente abrazos y besos dobles, los italianos tiran por la ventana todos los trastos viejos, hasta los muebles, que los chilenos tenemos en calidad de tesoros en el cuarto de los cachureos.

sábado, 12 de diciembre de 2009

MAESTRO CHASQUILLA

En cualquier casa, con el tiempo y el uso, algunos artefactos entran en estado de coma: el refrigerador, la plancha, la enceradora, la estufa…o surgen, irremediablemente, algunas necesidades básicas: cierta pared requiere, de vez en cuando, una manito de pintura; la llave del lavadero precisa un cambio de suela; es ineludible cortar esporádicamente el pasto, antes que del “mato grosso” aparezca un zulú con una lanza o, por último, colocar un nuevo alambre para tender la ropa en el patio. 
Algunos de estos menesteres son sencillos de realizar, por lo tanto, los hombres nos convertimos, indefectiblemente, sin darnos cuenta, en “reparadores puertas adentro”. 
Ante cualquier desperfecto, es el macho quien debe cortar el agua para examinar qué sucede con la maldita gotera del baño, chequear el tablero cuando se cortó la luz (o, dicho correctamente: se ha interrumpido la energía eléctrica, según los sabihondos electromecánicos del Poli) o clavar la pata de la silla coja. 
Ocasionalmente debemos pasarle barniz a la puerta de entrada, adecentar los muebles de la cocina con esmalte o colocar los tiradores de los cajones de la cómoda, que nadie sabe adonde cresta fueron a parar.
Nunca se termina de reparar todo, porque cuando pareciera que ya no hay nada por remendar, viene la ansiada lluvia que nos obliga a poner la pelela o cualquier tarro u olla para contener la cantidad de agua producto de las goteras del techo (si me hubiera preocupado en verano, decimos mientras subimos a colocar una manga de plástico sobre las calaminas…”por mientras tanto”).
Hay pegas que son más fáciles que otras: pintar la reja, cambiar un vidrio, destapar el quemador del calefón o colocar una ampolleta en el patio cuando queremos hacer un asado, fabricando una extensión comprando unos metros de cable (conductor, dirían los idems), un enchufe macho, un soquete y la conectamos en el pasillo, pasando el cordón por toda la casa para sacarla por la ventana del baño, total, es para “mientras tanto”, pero, en la mayoría de los casos, queda “para siempre”.
Cuando comienza a salir agua de una pared, es necesario llamar a una empresa constructora o a un especialista; pero si queremos “ahorrarnos” unas lucas, mejor llamamos al “Maestro chasquilla” de oficio, ese que es Maestro de todo y especialista de nada. El que soluciona todo con un alambrito y promete y nunca cumple…pero, puchas que te sale “barato”… ¿no?
El calvario comienza con la llamada al celular: 

- don Filomeno... ¿puede venir mañana?... mire que tengo el piso mojado de tanta agua que sale del muro que está entre la cocina y el baño…- Si, si, no se preocupe, dice…- Mañana, entre nueve y nueve y media estoy por allá…
Y al día siguiente, llega la hora de almuerzo y el maestro no aparece...¿qué le habrá pasado?...Bueno, llega al otro día…con su maletín cargado de cachivaches y comienza a picar el muro con combo y cincel. 
Luego que derriba media muralla, nos llama para decirnos que la falla está en una cañería interna, pero que necesita ir a la ferretería a comprar soldadura y unos codos, porque de esa medida no tiene
-¿Sabe?…nos dice: estas cañerías son de cobre, ya no se usan, pero, no se preocupe, que hoy queda solucionado… 
Y bueno, tenemos la cocina hecha un desastre, el agua cortada, no podemos usar el baño y don Filomeno se demora como cuatro horas en llegar con la soldadura y los benditos codos. 
El problema se ha solucionado, pero ahora debemos reparar la hecatombe que dejó: estucar nuevamente, alisar, enyesar, lijar y pintar. 
No encontramos el color verde moco que tenía la cocina, por lo tanto, elegimos un blanco psiquiátrico. 
En el baño debemos colocar nuevos azulejos, y tampoco hay del color que teníamos, entonces decidimos cambiarlos todos y optamos por unos amarillo caca. 
En síntesis, la filtración de agua nos salió más cara que construir la mansión de un jeque árabe. A eso hay que sumarle las incomodidades, rabias y molestias, además que, en el afán de ayudarle al maestro (para apurar la causa), hemos quedado con las manos como chirimoyas.
El Maestro chasquilla es parte de nuestro paisaje urbano. Bueno o malo, dependemos de ellos. No nos queda otra. 

Nosotros somos chasquillas sin proponérnoslo y seguiremos pegando papel mural, barnizando sillas y cambiando enchufes, porque, al fin y al cabo, esas labores nos entretienen y por eso, tenemos un maletín lleno de herramientas y cada vez que realizamos estas labores, en lo primero que pensamos es en llenar el refrigerador con unas cuantas latas de cerveza y, tal como cuando lavamos el auto, lo hacemos escuchando música setentera.

lunes, 7 de diciembre de 2009

CIRCO

Tradicionalmente, en el mes de septiembre, observábamos, por las calles de Ovalle, un desfile de carromatos, anunciando la llegada de la magia del Circo. 
Veíamos pasar payasos, contorsionistas, trapecistas, caballos, perros amaestrados y las infaltables jaulas conteniendo algunos fétidos ejemplares del rey de la selva. 
¡Al Circo, al Circo, todos al Circo, mañana matinée, vermouth y noche!...se escuchaba por el destemplado megáfono pegado en el frente de una destartalada camioneta pintada de mil colores. Y quedaba la tendalada. 
Corríamos detrás de la comparsa, impactados por lo que veíamos. Queríamos ir al Circo. En la Escuela no se hablaba de otra cosa. Para todos era una novedad ir a ver (y oler) leones africanos, cebras, elefantes, camellos, etc., lo que se convertía, sin duda, en una inusual visita a un mini zoológico artesanal. 
Los animales, que sólo conocíamos por fotos, estaban allí, frente a nuestros ojos y no lo podíamos creer.
El despliegue de la monumental carpa iluminada por centenares de ampolletas, al final de la calle Tocopilla, al llegar a David Perry, llamaba la atención desde cualquier punto de la ciudad. La onda circense alegra y le da colorido al ambiente. El Circo atrae, atrapa y emociona.
Una pista circular, rodeada por sillas plegables de madera, divididas en palcos y platea, nos da la bienvenida. 
El grueso de los asientos (y las locaciones más económicas) para el respetable siempre se congrega en galucha, desde donde se ve mejor, porque en platea uno arriesga una tortícolis de tanto mirar p’arriba. Las irregularidades del piso se emparejaban con viruta.
El espectáculo comenzaba con la presencia del Señor Corales, el animador por excelencia, vestido de frac e iluminado con luz cenital, acompañado por la orquesta que anima toda la jornada, la misma que habíamos visto en la calle. Con su característica impostación de la voz, anunciaba todo lo que venía y nos daban un pequeño adelanto, porque se daba inicio al desfile de todos los artistas con sus trajes ajustados, atiborrados de lentejuelas, rostros sonrientes y estudiadas maneras de saludar, además de los animales engalanados. Todo eso motiva, ni más ni menos, al aplauso cerrado del respetable. Para acompañar el espectáculo no puede faltar algodón de azúcar, churros, palomitas de maíz, maní y manzanas confitadas.
El programa era bien variado: trapecistas, payasos, magos, cantantes, la mujer barbuda, enanos, los tipos que escupen fuego y los equilibristas en la cuerda floja. Lo más atrayente es ver a los elefantes haciendo gracias, a los caballos desfilando al ritmo de una marcha prusiana y a los leones pasando por una argolla encendida. 
Las manos quedan adormecidas de tanto aplauso, porque cada artista, una vez terminada su maroma, levanta las manos para que uno, automáticamente, los premie con golpes de palmas, le haya gustado la gracia o no.
Lo más interesante es que, luego de haber asistido al Circo, cada cabro de porquería quería hacer las mismas acrobacias de los circenses y se sacara la cresta tratando de colgar de las patas desde el travesaño de la puerta del gallinero o dar una vuelta de carnero en el patio y como consecuencia de un mal cálculo quebrar un vidrio de la ventana o dejar otro desastre. 
Otros andaban tirando pelotas al aire para apañarlas alternadamente o repitiendo los mismos chistes de los payasos. 
El Circo motivaba un sinnúmero de talentos escondidos y hacía soñar que alguna vez podíamos estar en un trapecio dando saltos mortales y recibiendo una ovación del público. 
El Circo no ha muerto. Aún subsisten los clásicos: Las Águilas Humanas, Frankfurt, Los Tachuelas, aunque el Tony Caluga haya pasado a mejor vida y el Copucha, el Cuchara y el Charola no aparezcan más en TV. También han surgido Circos nuevos, que continúan entreteniendo al público con su espectáculo itinerante.

Dedicado a mi compañero de Escuela Adolfo Melo, quien vivía en el recinto de calle Tocopilla y siempre fue un original artista. ¿Qué será del chico Melo? Años que no lo veo.