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Rey de Socos

lunes, 7 de diciembre de 2009

CIRCO

Tradicionalmente, en el mes de septiembre, observábamos, por las calles de Ovalle, un desfile de carromatos, anunciando la llegada de la magia del Circo. 
Veíamos pasar payasos, contorsionistas, trapecistas, caballos, perros amaestrados y las infaltables jaulas conteniendo algunos fétidos ejemplares del rey de la selva. 
¡Al Circo, al Circo, todos al Circo, mañana matinée, vermouth y noche!...se escuchaba por el destemplado megáfono pegado en el frente de una destartalada camioneta pintada de mil colores. Y quedaba la tendalada. 
Corríamos detrás de la comparsa, impactados por lo que veíamos. Queríamos ir al Circo. En la Escuela no se hablaba de otra cosa. Para todos era una novedad ir a ver (y oler) leones africanos, cebras, elefantes, camellos, etc., lo que se convertía, sin duda, en una inusual visita a un mini zoológico artesanal. 
Los animales, que sólo conocíamos por fotos, estaban allí, frente a nuestros ojos y no lo podíamos creer.
El despliegue de la monumental carpa iluminada por centenares de ampolletas, al final de la calle Tocopilla, al llegar a David Perry, llamaba la atención desde cualquier punto de la ciudad. La onda circense alegra y le da colorido al ambiente. El Circo atrae, atrapa y emociona.
Una pista circular, rodeada por sillas plegables de madera, divididas en palcos y platea, nos da la bienvenida. 
El grueso de los asientos (y las locaciones más económicas) para el respetable siempre se congrega en galucha, desde donde se ve mejor, porque en platea uno arriesga una tortícolis de tanto mirar p’arriba. Las irregularidades del piso se emparejaban con viruta.
El espectáculo comenzaba con la presencia del Señor Corales, el animador por excelencia, vestido de frac e iluminado con luz cenital, acompañado por la orquesta que anima toda la jornada, la misma que habíamos visto en la calle. Con su característica impostación de la voz, anunciaba todo lo que venía y nos daban un pequeño adelanto, porque se daba inicio al desfile de todos los artistas con sus trajes ajustados, atiborrados de lentejuelas, rostros sonrientes y estudiadas maneras de saludar, además de los animales engalanados. Todo eso motiva, ni más ni menos, al aplauso cerrado del respetable. Para acompañar el espectáculo no puede faltar algodón de azúcar, churros, palomitas de maíz, maní y manzanas confitadas.
El programa era bien variado: trapecistas, payasos, magos, cantantes, la mujer barbuda, enanos, los tipos que escupen fuego y los equilibristas en la cuerda floja. Lo más atrayente es ver a los elefantes haciendo gracias, a los caballos desfilando al ritmo de una marcha prusiana y a los leones pasando por una argolla encendida. 
Las manos quedan adormecidas de tanto aplauso, porque cada artista, una vez terminada su maroma, levanta las manos para que uno, automáticamente, los premie con golpes de palmas, le haya gustado la gracia o no.
Lo más interesante es que, luego de haber asistido al Circo, cada cabro de porquería quería hacer las mismas acrobacias de los circenses y se sacara la cresta tratando de colgar de las patas desde el travesaño de la puerta del gallinero o dar una vuelta de carnero en el patio y como consecuencia de un mal cálculo quebrar un vidrio de la ventana o dejar otro desastre. 
Otros andaban tirando pelotas al aire para apañarlas alternadamente o repitiendo los mismos chistes de los payasos. 
El Circo motivaba un sinnúmero de talentos escondidos y hacía soñar que alguna vez podíamos estar en un trapecio dando saltos mortales y recibiendo una ovación del público. 
El Circo no ha muerto. Aún subsisten los clásicos: Las Águilas Humanas, Frankfurt, Los Tachuelas, aunque el Tony Caluga haya pasado a mejor vida y el Copucha, el Cuchara y el Charola no aparezcan más en TV. También han surgido Circos nuevos, que continúan entreteniendo al público con su espectáculo itinerante.

Dedicado a mi compañero de Escuela Adolfo Melo, quien vivía en el recinto de calle Tocopilla y siempre fue un original artista. ¿Qué será del chico Melo? Años que no lo veo.