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Rey de Socos

viernes, 1 de junio de 2012

CELULAR (I)

El vivaracho escocés Alexander Graham Bell, habiéndole robado la idea y los materiales al italiano Antonio Meucci, construyó algo parecido a una bocina con un brazo eléctrico y una membrana y, el 10 de marzo de 1876, le habló a su secretario, desde una habitación contigua: “Por favor, venga, señor Watson, lo necesito”. Había nacido el teléfono.
Y no pudimos prescindir, nunca más, de este revolucionario invento. 
Los primeros fueron aparatos fijos privados y públicos, luego, de pared, cabinas, bippers, busca personas e inalámbricos, hasta que, 97 años después, en 1973, el gringo Martin Cooper, con su equipo de trabajo en Motorola, luego de haber visto al capitán Kirk, de la serie Star Trek, utilizar un comunicador portátil, inventa el teléfono celular. Y éste sí que provocó una tiranía.
En los 80’s, aparecen los primeros aparatos, que son del tamaño de un ladrillo. Los arribistas, marqueros y ostentosos, que logran adquirirlo (eran muy caros), lo exhiben, con presunción, para provocar en los demás un estado de envidia comatosa, hablando desde la panadería, con una petulante voz impostada: 
- ¿Cuántas empanadas llevo, mijita? 
- ¿De queso o de pino?
Como el ladrillófono no cabe en ningún bolsillo, es ideal para que estos aparentadores lo lleven incorporado en la mano, de modo tal que, los que comen sopaipillas en la calle, dijeran: “Mira, ese guatón tiene celular, qué envidia, cómo me gustaría tener uno”. (Es un mito urbano, pero se dice que algunos farsantes circulaban con una imitación de madera).
A fines de los 90’s, irrumpen en el mercado los económicamente más accesibles a la clase media y se desata un fenómeno similar al originado con los primeros relojes digitales de cuarzo Casio: todos desean, ardientemente, tener uno.
Aún no dejan de ser grandes, al adobe le siguió el zapatófono, pero a nadie le importó, porque se impuso socialmente que tener teléfono portátil era sinónimo de categoría, prestigio, éxito, imagen triunfadora e identificadora de status.
Ya nadie acudió a un Callcenter y las calles se atestaron de guatones colesterosos portando aparatos coreanos, chinos o japoneses de colores chillones y comienza un nuevo estilo para hablar por teléfono, si antes, teníamos que estar pegados al fijo, ahora podíamos hacerlo caminando, en un parque, en la micro, en el metro y hasta en el baño, porque ya no se podía cagar si no se tenía un celular en la oreja.
Y la ola consumista fue creciendo inexorablemente. Si al principio era asociado a ejecutivos cuicos, que imitaban a los yuppies de New York, de traje, corbata y lentes oscuros, portando un maletín jumbo; posteriormente, cualquier lolo de pelo geliento, con los pantalones en la punta del poto, circulaba con un aparato en la oreja, hablando a gritos.
Muchos se creyeron el cuento que el mágico artilugio los convertía en inmortales ultra modernos, exitosos y tecnologizados. Quien no poseía un celular era un donnadie, estaba “out” y lo mejor que podía hacer por su vida era irse a vivir a una comunidad Amish.
Cuento aparte fue el uso del manos libres, no había ningún automovilista endeudado que no fuera manejando con el auricular enchufado y con cara de desprecio.
Luego apareció el BlackBerry (BB), y los alienados no se sacan el chorizo, incrustado en la oreja, ni para dormir. Es, verdaderamente, irritante ver a estos “mirametengoblackberry” en el supermercado, empujando el carro y hablando solos: - ¿Llevo un pollo asado, mejor, gorda?
Nuestras conductas y costumbres cambiaron. Tal como ya no se usa el pañuelo de tela, que fue reemplazado por los desechables, tampoco el reloj, porque se mira la hora en la pantallita ni se utiliza el timbre de las casas, porque, sencillamente, se envía un mensaje de texto a la susodicha, informándole, con palabras abreviadas, que uno está afuera. Ya no es necesario lápiz ni papel, porque todo se anota y archiva en el mágico aparatito, que suena en cualquier parte: restaurant, fiesta, reunión, funeral, cine, estadio, bus, lancha, playa, concierto, en una clase y en Misa, porque, a cada segundo, a más de alguien le suena el ringtone con la melodía de la Caballería ligera en el trasero y todos a su alrededor se toquetean el ídem para chequear si la musiquita viene del suyo.
Se asumió como un artículo indispensable de nuestra rutina posmoderna. La consigna es: tengo celular, estoy conectado, luego existo.
Las clases de anatomía convendría actualizarlas: cuando se enseña que el cuerpo humano consta de cabeza, tronco y extremidades, con sus respectivos huesos, nervios y músculos, en la actualidad, se debería agregar, necesariamente: y un teléfono celular incrustado en la raja.

CELULAR (II)

Es el regalo soñado por muchos, especialmente si es el último alarido en diseño, cobertura y funciones. 
Nuestra condición hiperconsumista salió nuevamente a flote: si antes había un aparato fijo por domicilio, ahora cada miembro de la familia tiene un móvil.
Hablar quedó en segundo plano, lo importante ahora es saber cuántas huevadas puede hacer el aparatito, porque la tecnología celulítica sigue avanzando y, cada seis meses, aproximadamente, aparecen teléfonos más ultrachatos, extralivianos e hiperinteligentes con más juegos, cámara, radio, TV, conexiones a internet, hologramas, cine, baño, microondas, lavadora, cepillo dental, algunos cantan canciones de cuna, dan masajes tántricos e indican cómo vestirse según el clima, aparte que paga las cuentas, espanta las moscas, te dice qué falta en el refrigerador y controla la alarma contra robos de la casa. Es tan multidetodo, que ya es imposible ir por la vida sin él. 
El que posee un teléfono sólo para hablar, es que pertenece, indudablemente, al target de coléricos de la “nueva ola”.
Existe tal variedad y competencia en el mercado, que hay aparatos costo cero y cualquier hijo de vecino puede tener uno (o dos), por eso, en una familia de clase media, tiene hasta el gato.
Si antes podíamos almorzar con amigos en una picada, disfrutando un tema de conversación sin interrupciones, ahora es imposible, porque a todos les suena al unísono y tenemos a cuatro personas compartiendo un sándwich de hilachas de pollo con palta y jugo de maracuyá, pero cada uno con el aparatito en la oreja o recibiendo y enviando mensajes. Por las constantes puestas en pausa, la frase típica, en estos casos, es: Oye, ¿En qué estábamos?
En las salas de espera de una consulta médica, en un terminal de buses o en una peluquería, ya nadie conversa ni lee revistas viejas ni llena crucigramas, porque todos están concentrados enviando mensajes, revisando correos, jugando huevadas que emiten sonidos horripilantes, viendo la última estupidez de YouTube o escuchando música.
Los enamorados no pueden vivir si no se llaman cada cinco minutos para preguntarse algo tan importante como: -¿Qué estai haciendo?, y se envían, mutuamente, quinientos mil mensajes por hora, abreviados, obvio. El colmo de la estupidez es el: corta tú, no, corta tú, cortemos juntos, ya, dale, corta tú…y están media hora con la tontera. Las empresas telefónicas los idolatran, porque, los que caen en estado de huevonitis irreversible (léase enamoramiento) viven pegados al teléfono.
El agravio comparativo (todos tienen celular, menos yo) fue el que gatilló la adquisición de un aparato en los niños, que también cayeron en la onda consumista y aparentadora. 
Las madres aprehensivas, castradoras y primerizas, no encontraron mejor aliado, porque les permite controlar a los cabros chicos cuando están fuera de casa, por eso es común escuchar, en la locomoción colectiva o en la calle, a un pergenio contestando malhumorado: - Si… si… si… voy en el metro, ya…ya…ya.
Los jóvenes se volvieron tan dependientes al aparatito, que han desarrollado una fobia, es decir, un miedo irracional, desproporcionado e incontrolable a no tener el móvil consigo, a tal punto, que sufren de una enfermedad llamada nomofobia: ‘nomo’ por no-mobile (sin celular, en inglés), y ‘fobia’: angustia. Andar sin celular les provoca ansiedad. Si no lo tienen, se tiran al piso, les da una pataleta, se arrancan los cabellos y hasta les sale espuma por la boca. Hay que hacerles un exorcismo para que se calmen. Obvio que, desde donde estén, se devuelven a buscarlo o alguien de la familia tiene que llevárselo. Si no tiene batería, que es otra tragedia, buscan, desesperadamente, un enchufe y ya pueden respirar mientras lo cargan, o sea, no pueden sufrir, por nada del mundo, según ellos, un apagón comunicativo.
Tan exagerada es la dependencia del invento de Cooper, que muchos países han tenido que promulgar leyes que prohíban el uso del celular mientras se maneja y existen campañas en las que se muestra la irresponsabilidad de personas que conduciendo un vehículo van con el aparatito en la oreja o enviando mensajes.
Estamos inmersos, mis queridos congéneres Diaguitas, en la tiranía de lo instantáneo, simultáneo y disperso, de la sobredosis de información y de la conexión con un mundo virtual que terminará anulando el placer de conversar con el otro, cara a cara, sin ser interrumpidos por un estresante aparato parpadeante, luminoso y sonoro, que no nos dio categoría, prestigio, éxito, imagen triunfadora ni status, sólo nos enfermó: nos convirtió en nomofóbicos.

Para conductores:
Pierde una llamada, no pierdas la vida.
Cuando manejas y apagas el celular, el inteligente eres tú.
Manejar y celular: juntos te van a matar.

Letrero en un restaurante:
"No tenemos wi-fi, hablen entre ustedes"