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Rey de Socos

domingo, 28 de marzo de 2010

ZAPATERO

Los “setenteros” no nos atrevemos, sino es con un espantoso sentimiento de culpa, a tirar al tacho de la basura, un par de zapatos con un hoyo en la planta o con alguna insignificante rasgadura. Nos duele. Nos cuestionamos cada vez que botamos algo. Lo que sucede es que somos herederos de la cultura de lo durable y, hoy por hoy, vivimos en la de lo desechable.
En nuestros tiempos, los zapatos se compraban “crecedorcitos” y eternos, o sea, con dos números más del que calzábamos, para que nos duraran todo el año, por lo tanto, si la pata nos crecía, éstos igual nos servían para ir a la Escuela. 
A mi me compraban bototos “Tanque”, de esos todo terreno, que resistían hasta los hachazosAl principio, me hacían ampollas en los talones y los tobillos, y siempre me los tuve que aguantar…sorry, puh, diaguita…pero, para ablandarlos, no había mejor técnica que patear piedras o chapotear en un charco de barro. Al final, uno se acostumbraba tanto a ellos, que consideraba “pituco” usar zapatos de “etiqueta”.
Cuando venía el deterioro de los bototos o de cualquier calzado de los miembros de la familia, ni pensar en zapatos nuevos, porque, sencillamente, se acudía al Zapatero; oficio que ya está en vías de extinción.
Este emblemático personaje trabajaba independientemente, en un diminuto local, con la puerta siempre abierta, con un agradable olor a suela nueva y neopreno. 

Su oficio lo había heredado de su abuelo, del padre o de otro pariente o amigo, quien le había transmitido los secretos para dejar un par de zapatos, candidatos a que se los llevaran los Traperos de Emaús, en “casi como nuevos”. 
Era un artesano que, en cualquier estación del año, se lo veía con su delantal de cuero, con la “pata” en las rodillas y una hilera de tachuelas en los labios, escuchando Ce A 62- Radio Norte Verde de Ovalle, golpeando alguna desvencijada sandalia. 
Hacía su trabajo con tal dedicación, que cuando uno iba a retirar sus tatos, los desconocía, porque, realmente, los dejaba “casi como nuevos”. 
Estaba provisto de una máquina de coser, clavos, martillo, lezna, pita encerada, frascos de tinta y planchas de suela. 
Los trabajos más frecuentes que realizaba eran: cambio de tapilla, colocación de media suela o entera, cambio de taco de goma o suela, teñido y unas cuantas otras labores reparadoras.
Como todo artesano que se respete, tenía sus ñañas: era re-mentiroso:
- ¿Para cuando van a estar los zapatos, don Fidel?
- Para el lunes, pues joven. 

Bueno, llegaba el lunes y venía la chiva: 
- ¿Sabe? Todavía no me han traído la suela, mañana me llega y se los tengo p’al miércoles sin falta. ¿Qué le parece?...
Luego venía otra y otra chiva, hasta que, por cansancio, uno retiraba sus zapatitos como a las dos semanas, pero, sin duda, el resultado era excelente. Uno sentía los zapatos hasta más ajustados en la pata, “casi como nuevos”.
Hace algunas décadas en Ovalle, desconozco si aún persiste la costumbre, se llevaba los zapatos a la Cárcel. Allí había un gran número de Zapateros que habían aprendido el oficio en el penal y los resultados eran tan buenos como las reparaciones de don Fidel. Los internos trabajaban bien, pero la costumbre del chamullo había ingresado también al Centro Penitenciario: eran re-mentirosos los gallos, te hacían ir varias veces hasta que te entregaban los benditos zapatos reparados y bien lustrados.
Resulta muy agradable constatar que, en la actualidad, aún subsiste en la perla del Límarí, una reparadora de calzado en calle Arauco, en la que, generalmente las damas, esperan a pata pelá, hasta que les entregan sus zapatos taco alto, con tapilla nueva, la que habían perdido en la calle metiendo, accidentalmente, el taco en una rendija. 

Cada vez que paso por ahí, me siento atraído por el característico perfume de la suela nueva, como el Speedy González cuando lo captura el olor a queso y no lo puede resistir (creo que soy “sueladicto”, porque cada vez que me compro zapatos, los huelo como hechizado y disfruto largamente de esa fragancia tan agradable). 
También resulta gratificante visitar un pueblo del interior y comprobar que allí tampoco el Zapatero ha desaparecido y que aún es posible encontrar la figura de este artesano que, con su silenciosa presencia, sólo interrumpida por el sonido de los golpes de un viejo martillo, le da al pueblo esa imagen de los tiempos idos, cuando no éramos tan consumistas, cuando no estábamos invadidos de zapatos chinos, cuando las cosas que comprábamos eran reciclables, cuando los zapatos que al hermano mayor le habían quedado chicos, se mandaban a reparar y  los usaba el hermano menor para ir a la Escuela.
Mis respetos, admiración y cariño para todos los “Fideles” que aún están ahí.