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Rey de Socos

jueves, 7 de junio de 2007

TRABAJOS MANUALES

Cada final de año, en las Escuelas de nuestra ciudad, se invitaba los ovallinos a visitar las brillantes y concurridas exposiciones de los trabajos manuales que los alumnos habíamos realizado, con tanto sacrificio, en la asignatura de educación técnico manual, durante el año lectivo.
Recuerdo, en aquellos tiempos, haber utilizado un pequeño arco metálico y una sierra esquelética, para aserruchar una tabla de terciado y lograr, con paciencia de santo, obtener de la madera, la figura de una vaca o un pato, que después iba pegada a una base rectangular, que debíamos pintar con esmalte y agregar las correspondientes ruedas.

Para que la sierra funcionara bien, debíamos ponerle un poco de cera de vela, así el asuntito se deslizaba bien, no se calentaba con la fricción y no se quebraba estrepitosamente.
Eran los trabajos manuales de escuelas pobres, donde aprendimos a trabajar con fibras de caucho, pita, sizal, crear objetos útiles de una lata de arvejitas, componer una figura artística con la lámina de aluminio que venía con el tarro de “Nescafé”, edificar casas a escala con “pluma vit”, fabricar objetos con palitos de helados que recogíamos en las calles, los que, una vez lavados y pintados, servían para construir una inmensa variedad de artículos. Nunca olvidaré el olor a “colapez”, con el que se pegaban los volantines y la técnica para fabricar un buen “engrudo” con harina blanca, para pegar cuánta cosa fuera de papel. 

Hasta con fósforos quemados, flores y hojas disecadas y semillas, se hacían bellas composiciones artísticas. Con un cepillo dental, un colador de la cocina y témpera “Artel”, se creaban aerografías de variados diseños y colores.
Los días de la exposición eran de máximo engreimiento, porque era visitada por los padres y apoderados, los Rotarios, los Leones, público en general y hasta el Alcalde se daba una vuelta. 

Era la oportunidad en que uno explicaba, presuntuosamente, a los visitantes, la técnica para trabajar la corteza de los cactus y convertirlo en un palo de agua o como abrirle el orificio a una botella para pasar el cable eléctrico y transformarla en una atractiva lámpara de velador.
Las niñas lucían sus bordados en servilletas, manteles y sábanas. Atractivos y curiosos paños tejidos a crochet e individuales para la mesa, vestidos para las muñecas, especieros para la cocina y pañuelos decorados con pintura para géneros.
Nos enorgullecíamos al ver expuestos como en una galería de arte, nuestros dibujos hechos con sémola, lentejas, porotos, fideos y de “un cuanto hay”, que luego coloreábamos con témpera y abrillantábamos con aceite de linaza. 

Podíamos hacer con papel celofán y cartón forrado un bello “vitreaux” como el más acreditado artista.
Los elogios eran de todas las personas visitantes y el orgullo partía desde la directora, hasta el último alumno, que no cabía en sí mismo, cuando veía su repisa cuidadosamente lijada y barnizada, expuesta notoriamente sobre un muro, con su nombre, edad y curso, impreso en una discreta cartulina celeste.
Nuestra creatividad no tenía límites.

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