Era lindo celebrar la Navidad en Ovalle. Participación meritoria tenía la Srta. Águeda Baeza, de la botillería del mismo nombre, que preparaba un magnetizador Nacimiento en la vitrina del negocio.
Para nadie pasaba inadvertido el singular montaje, donde se podía contemplar a todos los personajes y elementos protagónicos de la historia del nacimiento de Jesús: reyes magos, pastores, el buey, el burro, algunas tiernas ovejas, cabras y chanchitos, y, por supuesto, las figuras centrales: José, María y el Niño; todos armoniosa y artísticamente distribuidos en una escenografía fabricada con papel kraft pintado, dándole un aspecto de roca firme, decorado con heno y vasijas con brotes naturales de semillas de trigo. No faltaba, por supuesto, el “Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”, entre luces intermitentes.
El viejo pino más alto de la plaza lucía orgulloso engalanado con un arco iris de resplandecientes luces, que, desde todos los sectores de la ciudad se podía observar (tradición que, creo, aún se conserva).
Los ovallinos podemos decir, con suficiencia, que ninguna ciudad de Chile se puede jactar de una conífera más monumental, bella y vetusta.
En las calles de la ciudad sucedía lo homólogo; se recibía el tiempo bendito de la mejor manera y las guirnaldas de ampolletas coloridas estaban por doquier.
Lo más atractivo sucedía el mismo día de Navidad, cuando se representaba el relato bíblico con personajes vivos. Ovalle, como siempre, se despoblaba.
Los caballos se transfiguraban en camellos con gibas de cartón, los policías eran soldados romanos con capas rojas y sables de utilería, una gran cantidad de niños andaban vestidos de pastorcitos hasta con ovejitas vivas en los brazos y otros caracterizados de ángeles con alitas de fantasía pegadas en la espalda. Una antigua puerta de Vicuña Mackenna, al lado de la otrora tienda “El gato negro”, servía de humilde posada, para cuando José y María pedían alojamiento.
El establo, construido con cañas, totora y paja, estaba ubicado en la Plaza de Armas, encaramado sobre unos andamios y una colosal estrella de Belén luminosa era suspendida de un cable, la que, en un determinado momento, se desplazaba lentamente, indicándoles a los reyes magos el lugar adonde debían acudir a adorar al divino Niño.
Las personas participantes portaban faroles chinos fabricados con papel de volantín de colores con un cabo de vela en el centro.
El representativo Coro Polifónico de la Casa de la Cultura entonaba los villancicos y los locutores estrellas de esos tiempos leían con parsimonia el relato, teniendo a todos los asistentes atentos, circunspectos y expectantes.
Al final de la presentación, todos en la plaza interpretaban el “Noche de paz” con la alegría de haber participado de una hermosa, viva y conmovedora obra teatral preparada con el elemento más importante de todos: cariño,… porque todos los actores trabajaban sólo por el aplauso del “respetable”.
Luego del espectáculo, que era gratuito, se regresaba a casa para la cena con la familia y esperar la llegada del “viejo pascuero”, que, decían nuestras madres: “no va a venir si no estás dormido”.
Al despertar, uno se encontraba con los regalos y lo primero que queríamos hacer era salir a la calle, para compartir con los amigos del barrio:
¿Qué te trajo el viejo pascuero?.
Era lindo ser niño en Ovalle.
El viejo pino más alto de la plaza lucía orgulloso engalanado con un arco iris de resplandecientes luces, que, desde todos los sectores de la ciudad se podía observar (tradición que, creo, aún se conserva).
Los ovallinos podemos decir, con suficiencia, que ninguna ciudad de Chile se puede jactar de una conífera más monumental, bella y vetusta.
En las calles de la ciudad sucedía lo homólogo; se recibía el tiempo bendito de la mejor manera y las guirnaldas de ampolletas coloridas estaban por doquier.
Lo más atractivo sucedía el mismo día de Navidad, cuando se representaba el relato bíblico con personajes vivos. Ovalle, como siempre, se despoblaba.
Los caballos se transfiguraban en camellos con gibas de cartón, los policías eran soldados romanos con capas rojas y sables de utilería, una gran cantidad de niños andaban vestidos de pastorcitos hasta con ovejitas vivas en los brazos y otros caracterizados de ángeles con alitas de fantasía pegadas en la espalda. Una antigua puerta de Vicuña Mackenna, al lado de la otrora tienda “El gato negro”, servía de humilde posada, para cuando José y María pedían alojamiento.
El establo, construido con cañas, totora y paja, estaba ubicado en la Plaza de Armas, encaramado sobre unos andamios y una colosal estrella de Belén luminosa era suspendida de un cable, la que, en un determinado momento, se desplazaba lentamente, indicándoles a los reyes magos el lugar adonde debían acudir a adorar al divino Niño.
Las personas participantes portaban faroles chinos fabricados con papel de volantín de colores con un cabo de vela en el centro.
El representativo Coro Polifónico de la Casa de la Cultura entonaba los villancicos y los locutores estrellas de esos tiempos leían con parsimonia el relato, teniendo a todos los asistentes atentos, circunspectos y expectantes.
Al final de la presentación, todos en la plaza interpretaban el “Noche de paz” con la alegría de haber participado de una hermosa, viva y conmovedora obra teatral preparada con el elemento más importante de todos: cariño,… porque todos los actores trabajaban sólo por el aplauso del “respetable”.
Luego del espectáculo, que era gratuito, se regresaba a casa para la cena con la familia y esperar la llegada del “viejo pascuero”, que, decían nuestras madres: “no va a venir si no estás dormido”.
Al despertar, uno se encontraba con los regalos y lo primero que queríamos hacer era salir a la calle, para compartir con los amigos del barrio:
¿Qué te trajo el viejo pascuero?.
Era lindo ser niño en Ovalle.
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