Cuando una pareja, luego de un atormentado romance, toma la firme decisión de seguir juntos por la vida, procrear y hacerse la vida imposible mutuamente; de acuerdo a códigos sociales de gente decente y para no escandalizar a la tía Clotilde, deben pasar por el Registro Civil, donde un empleado del estado oficia una gélida formalidad de no más de diez minutos y, frente a testigos, se firman documentos, se recibe una libreta y se sale del brazo convertidos en marido y mujer, acompañados de los consabidos lagrimones de la parentela.
Si la familia es católica, apostólica y romana, deben acudir, necesariamente, a la Iglesia, para recibir el sacramento del matrimonio, sellando así un compromiso hasta que la muerte los separe.
Este es un acontecimiento social que produce una parafernalia que no deja indiferente a nadie y que todas las mujeres quieren vivir, porque los hombres, en gran porcentaje, acuden al altar porque la suegra les dijo: “de esta casa, la niña no sale si no es con traje blanco, mijito, por Dios…”
Este es un acontecimiento social que produce una parafernalia que no deja indiferente a nadie y que todas las mujeres quieren vivir, porque los hombres, en gran porcentaje, acuden al altar porque la suegra les dijo: “de esta casa, la niña no sale si no es con traje blanco, mijito, por Dios…”
Si alguna vez, pasando por la Plaza, a eso de las siete de la tarde, observamos algún movimiento en la Iglesia San Vicente Ferrer, seguro que es un matrimonio. La llegada de los invitados es casi parecido al fenómeno de la alfombra roja en Hollywood: todo el mundo producido, las mujeres ataviadas con vestidos de boutique, con innumerables accesorios dorados, los hombres empaquetados, tiesos, los zapatos impecables y con olor a agua brava.
Los sapos, por supuesto, nunca faltan.
Los personajes que se quedan en la puerta del templo miran el reloj cada dos segundos, porque la novia está atrasada y es parte de la tradición que la comadre debe llegar tarde.
La entrada al templo con la marcha nupcial, con los niños de la familia vestidos de pajes, es algo espectacular, que hace recordar la boda de la Froilan María con el Capitán Von Trapp en la “Novicia Rebelde”.
Se da comienzo a la ceremonia religiosa, y el noventa por ciento de la gente (auto-proclamada católica), no tiene ni la más mínima idea de cual es el preciso momento en que debe responder: amén. Comienzan a mirar hacia los costados y atrás para imitar al resto cuando es necesario estar de pie o sentados siguiendo la liturgia.
Se dan la mano, en el rito de la paz, como si estuvieran participando de una concentración política y están todos tan compungidos con zapatos nuevos que aprietan, corbatas que estrangulan, peinados que dejan los ojos tirantes, la alta temperatura del templo, en fin, que, en conjunto, parecen el museo de cera en vivo.
Nadie está pendiente de lo que, realmente, está sucediendo en el altar, porque la mayoría de las mujeres, luego de haber chequeado muy bien el vestido y el peinado de la envidiada blanca y radiante, contando, una por una, la cantidad de perlas que se incrustó en el cuero cabelludo, luego de cuatro horas de peluquería; se están pasando revista mutuamente, compitiendo por: quien luce el vestido más caro, el escote más atrevido, las joyas más fantasiosas, el peinado más ridículo, la pintarrajeada de rostro más patética y el marido con más panza. Hay mucho flash, cámaras filmadoras y todos lucen una congelada falsa sonrisa.
Se dan la mano, en el rito de la paz, como si estuvieran participando de una concentración política y están todos tan compungidos con zapatos nuevos que aprietan, corbatas que estrangulan, peinados que dejan los ojos tirantes, la alta temperatura del templo, en fin, que, en conjunto, parecen el museo de cera en vivo.
Nadie está pendiente de lo que, realmente, está sucediendo en el altar, porque la mayoría de las mujeres, luego de haber chequeado muy bien el vestido y el peinado de la envidiada blanca y radiante, contando, una por una, la cantidad de perlas que se incrustó en el cuero cabelludo, luego de cuatro horas de peluquería; se están pasando revista mutuamente, compitiendo por: quien luce el vestido más caro, el escote más atrevido, las joyas más fantasiosas, el peinado más ridículo, la pintarrajeada de rostro más patética y el marido con más panza. Hay mucho flash, cámaras filmadoras y todos lucen una congelada falsa sonrisa.
Cuando se escucha la famosa marcha nupcial a todo chancho y los novios salen radiantes tomados del brazo, es el momento en que todos se preguntan: ¿Ya terminó?. Falta la lluvia de arroz y la salida en el auto con un montón de tarros vacíos pegados en la cola, para que todo haya finalizado como la tradición manda.
- ¡Qué lindo el vestido de la novia!, ¡Qué buen mozo el novio!,¡Qué linda pareja..¿ah?! ¡VIVAN LOS NOVIOS!
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