El ajetreo comienza la noche anterior, con la llegada de los camiones con sus cargas, iniciando la jornada de madrugada: armado de los puestos, acomodar fruta, verdura, huevos, flores, harina tostada, quesos, berenjenas, luche, cochayuyo y pescado.
Es un lugar para ir de compras y socializar; recrear la retina con el festival de colores que brindan las zanahorias, limones, tunas, naranjas, manzanas verdes y rojas; además de disfrutar de los agradables aromas a comino, cilantro, menta, hierbabuena, hinojo, damasco y oír los pregones de los feriantes: “barata la papa, casera”, “alcachofas, ocho por luca”; o a la señora que, hace tiempo, vendía hierbas medicinales: “toronjil cuyano, matico, hierba luisa, romero, eucaliptos...toy olorosa, toy olorosa”; ver pasar al anciano que ofrecía las famosas peinetas “pantera” y encontrarse con la “chata Rosa”, bien peinada, ataviada con un vestido inverosímil: casi ajustado, casi llamativo, casi de bataclana; con zapatos antiguos y labios pintados de rojo furioso, ofreciendo sus bolsas plásticas.
Desde hace tiempo se ubica en (lo que era) la enfierrada y mohosa Maestranza, pero no ha perdido el encanto que otrora tenía en Alameda o en David Perry.
Después del almuerzo de los pueblerinos, con el típico plato de jurel frito con ensalada a la chilena; el movimiento cede en el sector para dar paso al del centro, donde acuden presurosos a comprar ropa, zapatos nuevos, abarrotes, música mejicana; para terminar en el “Roseland” o en “La cueva del chivato”, bebiendo un metro cuadrado de tibias cervezas escuchando el “Corre, corre camioncito”.
En el lugar ha quedado el rastro de una jornada febril: lechugas mustias esparcidas por doquier, unas cuantas chalas de choclo; cáscaras de tunas, sandias, melones, nueces, maní y los tomates que no se vendieron por maduros.
¿Qué andai haciendo por acá? ¿Estai de vacaciones? ¿Cómo te ha ido? ¡Anda pa’ la casa, puh!...Me encanta ir a la feria.
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