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Rey de Socos

domingo, 19 de diciembre de 2010

PROVINCIANO


Cuando uno es originario de provincia y, por situaciones apremiantes como: estudio, trabajo o cambio de estado civil, “tiene” que emigrar a la Capital, en donde se concentran las Universidades, se generan empleos y la rentabilidad es más alta; sin ninguna duda, “tiene” que hacer innumerables esfuerzos para adaptarse, porque se llega a una urbe sobre poblada, despersonalizada y competitiva, con habitantes hostiles, desconfiados y abatidos.
Habiendo dejado atrás familia, amigos, clima, ambiente, léxico y costumbres; en busca de una utópica estabilidad económica, se debe comenzar desde cero en un vecindario con personas, formas de vivir y códigos desconocidos.
Sin que, necesariamente, uno sea oriundo de Chuchunco, se haya bajado de un tren con un canasto a cuestas, se sufre del “síndrome Carmela”, porque la siútica jungla urbana discrimina a los “paitas” con una serie de prejuicios, sin hacer diferencias de donde provengan. 
Y nos lo hacen notar, constantemente, con su clasismo depredador y su comportamiento agrandado, déspota y arrogante: cuando nos quieren insultar, rebajar o humillarnos, nos escupen el apelativo provinciano como sinónimo de: campesino, atrasado, rústico, sin categoría, piojento, iletrado rural, refractario al refinamiento y unos cuantos otros epítetos peyorativos.
Una ciudad chica o pueblo es un lugar tranquilo, con calles limpias, de hábitos antiguos, donde todos se conocen, se saludan, barren la vereda y se meten en la vida privada del prójimo. Las viejas chismosas son parte del perfil citadino, donde se ha institucionalizado el cahuín. El dicho popular “pueblo chico, infierno grande” tiene mucho de verdad, gracias a la lengua afilada de estas arpías materas. 
Es cierto que todo transcurre con calma, que la gente es trabajadora, no andan histéricos y que existe una mejor calidad de vida; pero, también tenemos nuestras “ñañas”: 
- Se vive pendiente del “qué dirán”, al que se le tiene tanto o más terror a que entren ladrones a la casa. 
- Todo lo que acontece es motivo de pelambre. 
- El pueblerino es envidioso, aparentador y metiche. 
- Tienen la costumbre de sapear por la ventana, escondidas entre las cortinas. 
- Están atentos a cualquier acontecimiento para comentarlo. 
- Copuchean si el vecino amplió la casa, si se compró auto o si es verdad que el marido de la cuñada de la vecina del frente, le pone los cuernos a su mujer con la hija mayor del carnicero, la que también es casada, fíjate tú. - No te puedo creer, niña, por Dios. –Te juro, oye.

En la gran ciudad nadie se conoce, nadie se saluda, pero se chusmea también, porque el pelambre es patrimonio cultural de la humanidad. 
Los capitalinos se caracterizan por andar siempre apurados, miran constantemente el reloj y corren como ganado en estampida, pero, uno no se explica por qué motivo llegan tarde a todos lados. Ningún acto público, ni siquiera de los milicos, se da inicio a la hora programada. Lo único que empieza puntual es la Santa Misa de una lúgubre, vacía y silenciosa Parroquia de la esquina.
Hay que habituarse a vivir hacinados en un diminuto departamento, lo que para uno, que está acostumbrado a una casa con ante-jardín, patio y parrón, es como la ex Penitenciaría. 
Las distancias son interminables para ir a cualquier parte, las calles cambian de nombre como en cuatro tramos, se pierde una enormidad de tiempo apretujados en la locomoción colectiva, en donde todos se atropellan y se aprende a dormir sentado. 
El almuerzo familiar no existe. Diariamente se come en restaurantes, de pie, a tarascones y en cámara rápida, como en las películas de Chaplín. 
Es tanta la prisa, que todo trámite se hace a última hora, nunca se termina una conversación y se recurre exageradamente al teléfono, todo se soluciona con el aparatito; las frases más escuchadas son: “Voy en el metro”, “Llámame” y “Te llamo”.
Con el tiempo uno se mimetiza, se introduce en la automatización cotidiana, es una gacela más del rebaño que inunda las calles y se torna hostil, desconfiando y abatido. 
Y comienza a estresarse como ellos, se convierte al consumismo, la religión oficial de las grandes capitales y aprende a odiar todo: los tacos, el ruido, la lluvia, el calor, el frío, las huelgas, la delincuencia, ir al supermercado, el smog, etc.…hasta que terminamos detestando ir a trabajar y vivimos deseando que llegue el fin de semana, los feriados y las vacaciones. 
Cuando volvemos a nuestra ciudad por unos días, la encontramos demasiado silenciosa, fome y la gente aburridísima, nos duelen los pulmones al respirar aire puro y queremos regresar lo más pronto posible a la vorágine. 
Es que, con la Metrópolis, generamos, como los enamorados con neuronas pendulares, una dependencia emocional tóxica, contradictoria y letal: cuando estoy contigo: te odio, te detesto, vete de aquí; cuando estás lejos: te amo, te necesito, te extraño.
Ser provinciano es una contingencia geográfica. Luego de vivir una considerable cantidad de años en la ruidosa selva de asfalto y muros cortina, nos damos cuenta que no somos ni de allá ni de acá. Asumimos que nunca seremos ni de allá ni de acá, porque seguimos acá… extrañando allá.