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Rey de Socos

sábado, 3 de noviembre de 2007

CUMPLEAÑOS


El asunto comenzaba con la llegada de una diminuta tarjeta impresa con letras doradas: TE INVITO A MI FIESTA…
Eso gatillaba una serie de impaciencias, expectativas y problemas de proporciones, mis hermanas decían ¿qué me voy a poner? (porque las mujeres, desde chicas, nunca tuvieron, tienen ni tendrán ropa para ponerse cada vez que deben asistir una reunión social), para nosotros la preocupación era el regalo…¿qué le compro? y...¿de dónde saco la plata?...Bueno, el día esperado había que ir bien peinado, si no había gomina, el limón solucionaba el dilema y las mechas tiesas se aplastaban por un rato. 
Los pantalones cortos impecables, la humita bien acomodada, los zapatos bien lustrados, el regalo (un tablero chino) en la mano y ya estábamos listos.
- ¡Qué rico que vinieron! ¡Pasen, adelante, niños!...ay, que linda se ve tu hermanita con su vestido de organza...¿y tú? cada día más buen mozo, mijito. Jorgito, llegaron más de sus amigos… Bueno, ahí aparecía el malcriado festejado con la típica pregunta.-¿Me trajiste regalo?...El susodicho rompía, en dos segundos, ahí mismo, el papel de regalo, para averiguar qué le llevabas.
Había globos multicolores y serpentinas en el techo, música infantil de Las Ardillitas, que se tocaba desde un tocadiscos portátil. 
La mesa estaba preparada con queque, canapés de paté con una media aceituna y un pedazo de zanahoria de adorno, bebidas individuales de coca-cola, fanta y agua socos, galletas de animalitos y caramelos de todo tipo. 
Te chantaban en la cabeza un gorro de cartulina que olía a engrudo, con un elástico delgado que te apretaba las orejas, una corneta de cartón que emitía un sonido espantoso, con la que dejábamos a la mamá del homenajeado con ataque de histeria y comenzaba el asuntito. 
Todos sentaditos, algunos arrodillados en la silla y te servían un chocolate, más caliente que la cresta, que te quemaba la lengua (algunos se lo tomaban en el platillo). 
Los adultos de la casa se afanaban en destapar las botellas de vidrio corrugado y que comiéramos galletas y brazo de reina.
Nos llenábamos la guata a destajo y agarrábamos las pastillas para meterlas en el bolsillo...así había para más tarde. 
Luego del banquete y de haber engullido casi todo el plato que teníamos al frente, venía la cilíndrica torta blanca con adornos de hojas verdes, las velitas encendidas, y el canto huevón del cumpleaños feliz, que el festejado soplaba con aplausos. 
A esa altura del partido, ya teníamos todos la lengua teñida de naranja por las pastillas de goma, con bigotes de chocolate y la nariz pintada con betún blanco. 
Con tanta bebida, todos queríamos ir al baño y había que turnarse porque las niñitas se demoran más que los niñitos, por lo tanto, la cola llegaba hasta el patio.
Ya niños…viene el concurso de cantos, recitar poesías, baile y chistes. Y bueno, comenzaba el guatón Navea cantando el “…caballito blanco llévame de aquí…”, la única hueá que se sabía…seguía la Moniquita Cecilia, bailando el sau sau, otros contaban chistes fomes, uno que otro fono mímico de algún cantante de moda, adivinanzas y unas cuantas otras demostraciones artísticas. 
Los premios eran: un paquete de galletas obleas o tritón, un trompo de plástico con perforaciones que al girar silbaba, bolitas de vidrio, una corneta de plástico, un xilófono desafinado y para las niñas una muñeca gorda de brazos abiertos y la mirada bizca, un juego de tacitas y brazaletes de plástico. 
Luego seguía el asuntito de romper con un palo de escoba la bendita piñata que pendía, ahorcada, de un alambre, en el que se tendía la ropa, en el patio. 
Con los ojos vendados, el cumpleañero le pegaba hasta a su Papá y no le achuntaba nunca. 
Todos gritando: “al frente, p’allá, p’acá”…, en fin, en un momento le daba el guaracazo y al Pato Donald le salían por el culo las pastillas, los chupetes, algunas chucherías de plástico y chaya. Quedaba la tendalá, porque todos estábamos en el suelo recogiendo lo que fuera y quitándole a los que habían agarrado algo.
Luego venía la foto oficial, para lo que salíamos a la calle, acomodándonos para “mirar el pajarito”. Se terminaba bailando el “cachito, cachito, cachito mío”, el “patatí-patatá”, el twist “bienvenido, bienvenido amor”, la cumbia “si el zapato derecho se pudiera poner en la pata izquierda” y la más famosa: “cuatrocientos ochenta y ocho kilómetros de ida, cuatrocientos ochenta y ocho kilómetros de vuelta…” y… llegaba la hora del…: “ calabaza, calabaza..”.
Que los cumplas feliz.

lunes, 1 de octubre de 2007

MADRES CHANTAJISTAS EMOCIONALES


Feliz día de la madre, mami. Gracias cariño. Ahora ve y lávate esas manos sucias y péinate Y apaga las luces ¿Crees que soy dueña de la compañía eléctrica?

Si hay algo que caracteriza, indefectiblemente, a nuestras madres, es su condición número uno de chantajistas emocionales con fines de lucro; perversa característica, que ejercen en cuanta cosa se les ocurre para que, los hijitos, hagamos la voluntad de ellas. Sus frases típicas, entre muchas, son las siguientes:

- Qué va a decir la gente – la de mayor rating-
- Ya vas a ver cuando se lo diga a tu Padre.
- ¿Cómo que postulaste a Puntas Arenas?, me vas a matar de un ataque cardíaco.
- Como siempre, yo soy la última en enterarme de todo en esta casa.
- Si eliges esa carrera, vas a ser un muerto de hambre.
- ¡Yo, que te di la vida, (cuatro horas de parto, mijito) que me he sacrificado por ti, que te he educado en los mejores colegios, que te di siempre lo mejor, mal agradecido, vives haciéndome sufrir, pololeando con esa negra mugrienta!.
- ¿Para qué te vas a ir a vivir a otra parte, si en esta casa hay tanto espacio, mijito por Dios?
- Cría cuervos, para que te coman los ojos.
- Yo no sé para que tanto trabajo en preparar un almuerzo, para que se coman todo en cinco minutos, ustedes no comen, tragan.
- Mijito, me va a dejar una foto suya enmarcada, porque a usted yo no lo veo nunca en esta casa; así me recordaré que tengo hijo, poh.
- Nunca pensé que mi hija, mi propia hija, me iba a hacer algo tan horripilante como casarse con un don nadie.
- ¿No saben lo caro que está el gas? Ustedes no se bañan, se riegan.
- Un día de éstos me voy a ir, a ver qué hacen.
- En esta casa yo sólo soy la empleada doméstica.
- Claro, cuando yo esté vieja, voy a terminar en un asilo.

El mejor chantaje emocional conocido, para el cual son estupendas actrices, lo utilizan cuando les comunicamos una noticia que no les conviene o no les agrada, como: enamorarse de una mujer con hijos o de un hombre separado, irse de la casa, decidir hacerse punk, estudiar teatro en Concepción, salir un verano a mochilear con los amigos, comprarse una moto, etc.…Bueno, ellas, en ese momento, sencillamente se desmayan, pero lo hacen: o justo frente al sofá del living o si se lo decimos en la cocina, se van al dormitorio, para caer justo encima de la cama; bueno, lo malo es que no nos damos cuenta que tienen un ojo abierto y la oreja bien atenta, para escuchar el: “Pucha’mamá, no te preocupes, no lo voy a hacer como pensaba, ya, cálmate, me quedaré contigo y haré como tu digas…” Bueno, ahí, hay que darles un vaso de agua y, como por milagro, se olvidan del desvanecimiento y se ponen a preparar sopaipillas para disfrutar de unas ricas onces. Del proyecto que teníamos…ni hablar, y que no se mencione nunca más en esta casa.
Al final, uno no sabe si debe seguir los impulsos de su propio corazón, cumplir sus anhelos, tomar sus propias decisiones o hacer realidad los sueños que los padres se han fabricado de nosotros una vez que llegamos a este mundo. La idea es que con esas frases, uno arroje por tierra todo lo que está pensando y se quede en donde mismo está.
Todos esos chantajes emocionales se utilizan, definitivamente, por amor, muchas veces disfrazado de egoísmo, pero amor al fin y al cabo.
La mayoría de las veces, les encontramos razón y comenzamos nosotros a decir las siguientes frases:
- ¿Por qué no le hice caso a mi madre?
- Si, mi Mamá tenía toda la razón.
- ¿Por qué no tendré a mi madre conmigo?
Madres… ¿Qué habríamos hecho sin ellas? ¿Dónde estaríamos ahora?, ¿Seríamos otros? Pero si tenemos una respuesta absolutamente concluyente: Nadie nos amará como ellas.

martes, 17 de julio de 2007

TURISTA


Todo el año nos bombardean con imperdibles y tentadoras ofertas de vacaciones a bajo precio: viaje ahora pague después, endéudese no más…prometiéndonos fantásticos, placenteros e inolvidables días: Semana santa de miedo en algún lugar relacionado con un beato penitente, carnavales con garotas siliconadas, ríos con pirañas, costas con marea roja y amenazas de tsunamis, islas con tiburones, playas con todos los días nublados, pirámides con olor a guano, ríos urbanos pestilentes a barro podrido, catedrales oscuras y museos llenos de polvo.
Si hemos caído en estas irresistibles ofertas, víctimas de la creatividad publicitaria, luego de haber ahorrado todo un año, chaucha a chaucha, pedir un préstamo en una financiera con una tasa ladronamente conveniente y chequear cuánta plata tenemos en la tarjeta, comenzamos la aventura de convertirnos, por unos días, en turistas de algún lugar del universo.
El día planificado para partir, hay que encomendarse hasta a san Guchito, para que el aeropuerto no esté cubierto por una espesa neblina y nuestro vuelo pueda salir, luego, cerciorarse que el asiento no lo hayan sobre-vendido y que la teñida aeromoza no te venga a proponer cambiarte de la fila seis a la veintinueve, porque hay una niña llorando desconsoladamente porque no viene sentada con su mamá. Y ojala tengas espacio en los maleteros, porque cuando abres uno, parece un paquete de pañales, no puedes meter ni un dedo. 

Luego de unas cuantas horas de vuelo, y al borde de una caquexia, debes esperar, pacientemente, que la niña te ofrezca pollo o carne... y qué desea para beber, Señor; para luego quedar con la sensación de no haber comido absolutamente nada y que hasta la pálida mantequilla era lastimosamente insípida.
Al bajarte del avión con las patas hinchadas, la cara de huevón, con horario cambiado y unas inoportunas ganas de hacer pipí, viene el temido paso por la policía internacional, en donde, en la ventanilla, debes sonreír con cara de imbécil para que el uniformado no piense que eres traficante, terrorista o pedófilo, y estampe, suspicazmente, el timbre en el pasaporte crudito, que certifica tu ingreso legal al país: Where are you from?...welcome to our country…Thank you so much! 

Lo primero que se te ocurre, al llegar al hotel, es darte un largo, caliente y placentero baño y descansar como oso invernando, porque las horas de vuelo te dejaron el cuerpo cortado, luego de catorce horas casi te salen escaras en el poto y quieres prepararte para pasar unos lindos días, proporcionarte un merecido descanso y llenar la retina de paisajes nuevos.
Los paquetes incluyen vuelos, hoteles, city-tours y paseos por lugares típicos, en donde puedes comprar cosas que no le sirven a nadie, tomar un café chico que vale lo que en tu país te sale un opíparo almuerzo para dos, degustar no más de veinticinco cecés de un vino litriado en una bodega tradicional en nombre, ubicación y diseño, y darte vueltas, con cámara al cuello, lentes oscuros y jockey al revés, obvio, fotografiando escenas sonsas (que tampoco te van a servir para nada), por eso es que todo turista que se respete, tiene, en algún álbum de plástico, una foto sujetando la torre de Pisa, en posición horizontal con el obelisco de Buenos Aires simulando una tutula, con las patas abiertas imitando a la Torre Eiffel o besando a la Esfinge de Gizeh.

A todos les sucedió, en cualquier parte del mundo, que, repentinamente aparecieron, como una estampida, una patota de asiáticos, que te taparon la escena que ibas a fotografiar, posaron, rieron, lanzaron flashes y se fueron…¡chinos de miéchica!
Bueno, eso de descanso es entre comillas, porque no hay nada más agotador que ser turista. Por tal motivo, te debes vestir con la ropa más cómoda: zapatillas, pantalones y poleras 100% algodón.
Luego de dos semanas de visitar lugares a los que todos van y de sacarte las mismas fotos que millones de turistas se han tomado, llega el momento de regresar. 

El día de la partida te das cuenta que tu equipaje aumentó en una valija, tienes las patas con ampollas, la piel como jaiba cocida, estás resfriado, te duele la cabeza y ya no das más del agotamiento.
Como pasajero en tránsito en un Aeropuerto internacional, debes combinar vuelo para el regreso a tu país, lo que, con certeza, son unas cuantas horas de espera. Lo único que te queda es dormir en un incómodo asiento de plástico, con las patas sobre tu equipaje de mano.
Al regresar, tienes cambiados los horarios nuevamente, tus ojos están hinchados, el “jet lag” te bota a la cama y lo único que deseas es que, en algún tribunal de Justicia turística, te den una sentencia con arresto domiciliario para no salir de tu dormitorio en un mes; pero, lamentablemente, el lunes debes marcar tarjeta a las nueve en punto.

¿Qué tal te fue?...La raja, solo que… ¡necesito vacaciones para descansar de las vacaciones!
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sábado, 16 de junio de 2007

PAPÁ, AHORA TE ENTIENDO...


Ahora entiendo perfectamente que me amabas lo suficiente como para preguntarme: adónde iba, con quién y qué hora regresaría a casa…Cuando insististe en que ahorrara para comprarme una bicicleta, aunque tú hubieses podido, perfectamente, comprármela…Cuando guardaste silencio y me dejaste descubrir por mí mismo que ese nuevo y mejor amigo era un patán…Cuando estuviste vigilándome dos horas para que aseara y ordenara mi pieza, cuando eso te habría costado a ti…quince minutos…Cuando me obligaste a que asumiera la responsabilidad de mis acciones con castigos que te rompían el corazón…Cuando tuviste el valor de decirme NO, aún sabiendo que te odiaría por eso.

FUISTE MALO, PAPÁ

Cuando otros niños comían caramelos, tú y mi madre me obligaron a tomarme la leche. Cuando otros niños almorzaban con gaseosas, yo tenía que tomar sopa, comer ensaladas y alimentos que eran fundamentales para mi crecimiento. Cuando otros niños jugaban y veían televisión, tú insistías en que hiciera las tareas.
Rompiste las leyes del trabajo de menores, porque me hacías trabajar: lavar los platos, sacar la basura, darle agua y comida a la perra, ordenar mi pieza y toda clase de trabajos forzosos. Siempre insististe en que dijera la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Mientras otros amigos y amigas podían pololear a los 13 años, me hiciste esperar hasta los 16, porque opinabas que aún era pequeño. Por tu culpa me perdí muchas experiencias de otros niños: nunca probé drogas, nunca estuve preso ni fui vándalo. Todo fue tu culpa.
Pero, ahora sé que fui bien educado. Soy un adulto honesto, creo en Dios y tengo principios cristianos. Estoy haciendo lo mejor que puedo para ser un padre malo, tal como lo fuiste tú. Sencillamente, creo que debería haber una mayor cantidad de papás malvados como tú, para que fuéramos todos mejores.

GRACIAS, PAPÁ

Por haberme amado lo suficiente y haber sido tan malo conmigo. Quiero que te sientas orgulloso de mí, soy tu sangre, tu obra y soy lo que soy gracias a ti.

UN ABRAZO, TE AMO MUCHO.

TU HIJO

jueves, 7 de junio de 2007

NIÑO DIOS DE SOTAQUÍ

A sólo 12 km de Ovalle, a 285 msnm, por la rivera derecha del río Limarí, se ubica el pintoresco pueblo de Sotaquí, de no más de 4.000 habitantes. 
Tiene el particular encanto de las aldeas pequeñas, formado por quintas y huertos: ambiente tranquilo, limpio, con ricos aromas a hierbas y habitado por gente sencilla, trabajadora y hospitalaria.
El cultivo de la uva pisquera (de allí proviene el afamado pisco con nombre de origen) es la faena principal de los lugareños, aunque también es conocido por sus maizales, paltas, nísperos, vinos y aguardientes.
El lugar es, principalmente, conocido por la fiesta religiosa del venerado Niño Dios, que se celebra, cada 6 de enero, desde el año 1873.

La imagen es de madera policromada, de 40 cms., representa a Jesús en la infancia, con los brazos extendidos, en la mano derecha sostiene un globo terráqueo, que expresa el afán protector de Jesús por la humanidad y en la izquierda un corazón de plata. Es de origen quiteño y se define como una imagen “de fanal”, luce cabellos naturales y un vestido bordado con hilo de oro.
No podemos hablar de la fiesta de Sotaquí sin recordar a quien fuera el Cura Párroco de muchos años, el Padre Joseph Benedikt Stegmeier; un curita alemán que llegó muy joven para hacerse cargo de la Parroquia y dedicó toda su vida a pastorear a los feligreses no solo de Sotaquí, sino de todos los pueblos de la comarca. Fue él mismo quien plantó el huerto de los paltos, donde el Niño permanece hasta antes de la procesión.
El día de la fiesta, las calles, antes solitarias y silenciosas, toman colorido y bullicio con los comerciantes que instalan sus carpas en todos los sitios posibles; se organizan estacionamientos especiales por la cantidad de vehículos que llegan unos días antes. Se puede comprar y vender de todo: frutos de la zona, empanadas, pastel de choclo, juguetes para los regalones, artículos para el hogar, “la novedad del año”, etc.; es el aspecto profano que rodea un culto de nuestro pueblo, una fe sencilla, sin cuestionamientos e inquebrantable.
Escuchamos plegarias que brotan de gargantas secas por el agobiante calor, ojos brillantes que se posan sobre la imagen horas y horas, lo “alumbran” hasta que la cera de la vela les quema la mano, pagan mandas, caminan de rodillas y rezan.
Los tambores de los bailes religiosos ensordecen con su contagiante sonido y frenético baile, la gama de ellos es variada: danzantes, chinos, indios, chunchos…el sudor por el esfuerzo les cubre el rostro completamente, no importa, “hay” que bailarle al Niño.
Los peregrinos son incontables, ese día la población llega hasta más de 50.000 personas. Se observan rostros afligidos, consternados: “te pido por mi familia”, “sana a mi madrecita”, “que encuentre trabajo”, “que me vaya bien en la Universidad”…

Luego de finalizada la procesión se termina todo: “será hasta la vuelta de año” cantan los chinos, todos agitan banderas y estandartes, la masa de peregrinos sacan a relucir sus pañuelos blancos para despedir a la adorada imagen que entra de nuevo en el templo y los tambores provocan casi un terremoto que hace saltar el corazón de emoción. Esa es la fe de mi pueblo.

Dedicado a la memoria del Padre José Stegmeier, quien bendijo el matrimonio de mis padres.

TREN LOLERO

Mientras, en mi juventud, intentaba “ser alguien” en la Universidad, debí pasar, necesariamente, por la inolvidable experiencia de ser viajero frecuente, de un ferrocarril de vagones desteñidos, con asientos duros y olor a pichì, que me transportaba desde la perla del Limarì a la capital de la provincia: La Serena. 
Primero debí tramitar el FFCC-PASS, que permitía pagar media tarifa, para lo que era necesario presentar un documento que comprobara mi condición de estudiante universitario y un certificado de residencia. Este último se debía obtener en las grises oficinas del cuartel de los hombres de uniforme verde caqui, donde, casi todos, los funcionarios necesitaban urgentemente un curso de foniatría y modulación, porque no les entendía absolutamente nada cuando me dirigían la palabra. Una vez comprobado mi domicilio, me entregaron algo parecido a una chequera, que debía llenar, con estudiada caligrafía, cada oportunidad que abordaba el tren, de ida y regreso.
Viajábamos los de la Chile, de la UTE y los de la Norte; cada uno con la esperanza de lograr la meta que nos habíamos propuesto, luego de haber obtenido buenos puntajes en la PAA: “el triunfo no es ingresar a la Universidad, la gracia es egresar y titularse”.
Era la oportunidad de compartir, con los amigos, un viaje que se hacía interminable hasta que el metálico transporte, surcando los rieles brillantes con paciencia de dromedario, nos dejaba en la pintoresca estación. Nunca faltaba la guitarra desvencijada que amenizaba las horas lentas. Era costumbre, de la mayoría, llevar los cuadernos a pasear, porque el fin de semana se hacía corto y ni siquiera les dábamos una ojeada a los apuntes para preparar bien alguna prueba. El ensordecedor taca-tacat-taca-tacat era siempre aplacado por el canto, la conversaciòn a gritos y las risas. Cada uno traía en su bolso la ropa sucia, la alegría en el rostro, la impaciencia por ver a la familia, y con un diente “así” de grande, dispuesto a devorar lo que le pusieran sobre un plato.
El pitazo de partida en la ciudad de las flores y las mujeres hermosas, daba inicio al cotorreo si par que no terminaba hasta despedirnos en la Estación de Ovalle. Pasábamos frente a Coquimbo, Tierras Blancas, Pan de Azúcar, Tambillo, Las Cardas, Recoleta; y, al comenzar a divisar la Mina Cocinera, la Quebrada del Ingenio y Huamalata, ya nos sentíamos en casa, estábamos a un paso, a unos minutos de llegar a disfrutar de la compañía de los nuestros, de encontrarnos con los amigos y relajarnos por unas cuarenta y ocho horas. Éramos siempre los mismos, y en cada vagón nos enterábamos de las movidas de ese fin de semana: Baile en la Medialuna, en el Social, en Deportes Ovalle, en la Villalón o una que otra fiesta de cumpleaños en alguna casa familiar; por supuesto, todos invitados.
Nos encontrábamos nuevamente el domingo, en que regresábamos con la ropa limpia y planchada, un tarro de Nescafè, azúcar, un tarrito de leche condensada, algo para echarle al pan y, si se podía, con algunas luquitas en el bolsillo.
Todos vivíamos en pensión, por lo tanto, supimos lo que significaba no vivir en nuestra propia casa, almorzar en el casino de la Universidad, y a la noche, cuando venía el hambre, aprendimos que se puede hacer un sanguchito con lo que venga: tomate, lechuga, huevito duro, papas fritas, en fin, todo acompañado con un buen jarrón de cocho simplecito con leche, que te dejaba la guatita llena y el corazón contento; para terminar con un conversado, compartido y trasnochado cigarrillo, y... de vuelta a estudiar.
El tren lolero tuvo la magia de transportar sueños y muchos de ellos se hicieron realidad.

...¿Vai a Ovalle este fin de semana?... Nos vemos en la estación.

TRABAJOS MANUALES

Cada final de año, en las Escuelas de nuestra ciudad, se invitaba los ovallinos a visitar las brillantes y concurridas exposiciones de los trabajos manuales que los alumnos habíamos realizado, con tanto sacrificio, en la asignatura de educación técnico manual, durante el año lectivo.
Recuerdo, en aquellos tiempos, haber utilizado un pequeño arco metálico y una sierra esquelética, para aserruchar una tabla de terciado y lograr, con paciencia de santo, obtener de la madera, la figura de una vaca o un pato, que después iba pegada a una base rectangular, que debíamos pintar con esmalte y agregar las correspondientes ruedas.

Para que la sierra funcionara bien, debíamos ponerle un poco de cera de vela, así el asuntito se deslizaba bien, no se calentaba con la fricción y no se quebraba estrepitosamente.
Eran los trabajos manuales de escuelas pobres, donde aprendimos a trabajar con fibras de caucho, pita, sizal, crear objetos útiles de una lata de arvejitas, componer una figura artística con la lámina de aluminio que venía con el tarro de “Nescafé”, edificar casas a escala con “pluma vit”, fabricar objetos con palitos de helados que recogíamos en las calles, los que, una vez lavados y pintados, servían para construir una inmensa variedad de artículos. Nunca olvidaré el olor a “colapez”, con el que se pegaban los volantines y la técnica para fabricar un buen “engrudo” con harina blanca, para pegar cuánta cosa fuera de papel. 

Hasta con fósforos quemados, flores y hojas disecadas y semillas, se hacían bellas composiciones artísticas. Con un cepillo dental, un colador de la cocina y témpera “Artel”, se creaban aerografías de variados diseños y colores.
Los días de la exposición eran de máximo engreimiento, porque era visitada por los padres y apoderados, los Rotarios, los Leones, público en general y hasta el Alcalde se daba una vuelta. 

Era la oportunidad en que uno explicaba, presuntuosamente, a los visitantes, la técnica para trabajar la corteza de los cactus y convertirlo en un palo de agua o como abrirle el orificio a una botella para pasar el cable eléctrico y transformarla en una atractiva lámpara de velador.
Las niñas lucían sus bordados en servilletas, manteles y sábanas. Atractivos y curiosos paños tejidos a crochet e individuales para la mesa, vestidos para las muñecas, especieros para la cocina y pañuelos decorados con pintura para géneros.
Nos enorgullecíamos al ver expuestos como en una galería de arte, nuestros dibujos hechos con sémola, lentejas, porotos, fideos y de “un cuanto hay”, que luego coloreábamos con témpera y abrillantábamos con aceite de linaza. 

Podíamos hacer con papel celofán y cartón forrado un bello “vitreaux” como el más acreditado artista.
Los elogios eran de todas las personas visitantes y el orgullo partía desde la directora, hasta el último alumno, que no cabía en sí mismo, cuando veía su repisa cuidadosamente lijada y barnizada, expuesta notoriamente sobre un muro, con su nombre, edad y curso, impreso en una discreta cartulina celeste.
Nuestra creatividad no tenía límites.

RETABLO DE NAVIDAD


Era lindo celebrar la Navidad en Ovalle. Participación meritoria tenía la Srta. Águeda Baeza, de la botillería del mismo nombre, que preparaba un magnetizador Nacimiento en la vitrina del negocio. 
Para nadie pasaba inadvertido el singular montaje, donde se podía contemplar a todos los personajes y elementos protagónicos de la historia del nacimiento de Jesús: reyes magos, pastores, el buey, el burro, algunas tiernas ovejas, cabras y chanchitos, y, por supuesto, las figuras centrales: José, María y el Niño; todos armoniosa y artísticamente distribuidos en una escenografía fabricada con papel kraft pintado, dándole un aspecto de roca firme, decorado con heno y vasijas con brotes naturales de semillas de trigo. No faltaba, por supuesto, el “Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”, entre luces intermitentes.
El viejo pino más alto de la plaza lucía orgulloso engalanado con un arco iris de resplandecientes luces, que, desde todos los sectores de la ciudad se podía observar (tradición que, creo, aún se conserva). 

Los ovallinos podemos decir, con suficiencia, que ninguna ciudad de Chile se puede jactar de una conífera más monumental, bella y vetusta. 
En las calles de la ciudad sucedía lo homólogo; se recibía el tiempo bendito de la mejor manera y las guirnaldas de ampolletas coloridas estaban por doquier.
Lo más atractivo sucedía el mismo día de Navidad, cuando se representaba el relato bíblico con personajes vivos. Ovalle, como siempre, se despoblaba. 

Los caballos se transfiguraban en camellos con gibas de cartón, los policías eran soldados romanos con capas rojas y sables de utilería, una gran cantidad de niños andaban vestidos de pastorcitos hasta con ovejitas vivas en los brazos y otros caracterizados de ángeles con alitas de fantasía pegadas en la espalda. Una antigua puerta de Vicuña Mackenna, al lado de la otrora tienda “El gato negro”, servía de humilde posada, para cuando José y María pedían alojamiento.
El establo, construido con cañas, totora y paja, estaba ubicado en la Plaza de Armas, encaramado sobre unos andamios y una colosal estrella de Belén luminosa era suspendida de un cable, la que, en un determinado momento, se desplazaba lentamente, indicándoles a los reyes magos el lugar adonde debían acudir a adorar al divino Niño. 

Las personas participantes portaban faroles chinos fabricados con papel de volantín de colores con un cabo de vela en el centro. 
El representativo Coro Polifónico de la Casa de la Cultura entonaba los villancicos y los locutores estrellas de esos tiempos leían con parsimonia el relato, teniendo a todos los asistentes atentos, circunspectos y expectantes.
Al final de la presentación, todos en la plaza interpretaban el “Noche de paz” con la alegría de haber participado de una hermosa, viva y conmovedora obra teatral preparada con el elemento más importante de todos: cariño,… porque todos los actores trabajaban sólo por el aplauso del “respetable”.
Luego del espectáculo, que era gratuito, se regresaba a casa para la cena con la familia y esperar la llegada del “viejo pascuero”, que, decían nuestras madres: “no va a venir si no estás dormido”.

Al despertar, uno se encontraba con los regalos y lo primero que queríamos hacer era salir a la calle, para compartir con los amigos del barrio:
 ¿Qué te trajo el viejo pascuero?. 
Era lindo ser niño en Ovalle.

NUESTRA GASTRONOMÍA


Cuando uno sale del terruño, lo primero que extraña, aparte de la gente amada, son tres cosas: el paisaje, el clima y las comidas. 
Con el correr del tiempo, nos vamos acostumbrando a lo nuevo, ya no extrañamos tanto la cordillera nevada, los cerros con cactus y el río Limarí; el sol que pellizca la piel, las tardes frescas y el olor a pimiento, pero, siempre, nos queda la remembranza de lo que disfrutábamos en nuestra mesa. 
Dicen que “somos lo que comemos” y, dependiendo de donde hayamos nacido, la comida se obtiene del suelo, entonces, yo agregaría “y comemos lo que nos da la naturaleza del lugar”. 
Quiero referirme a algunas particularidades de nuestro arte culinario, que si bien es cierto, son platos que pertenecen al patrimonio cultural de Chile, en nuestra zona se transforman y se convierten en algo característico. ¿Cuáles son las comidas que más extrañamos los ovallinos?:

PANTRUCAS: El plato que más nos identifica como región, ya que le hemos agregado el charqui y el queso de cabra.

HUMITAS: Tienen la particularidad del agradable aroma que le da una fresca ramita de albahaca, algunos le ponen azúcar, otros sal, pero la mayoría las disfruta así no más, abriendo las chalas y enterrándole el tenedor. Tan apreciadas como el choclo cocido, que se come calientito con mantequilla y el pastel, que lleva huevo cocido, aceitunas, pasas y una presa de pollo entremedio; servido en una vasija de greda de Salala.

POROTOS GRANADOS: (En la foto) Aparte de prepararlos con porotos verdes, tomate y granos de choclo; se cocinan también con una rica mazamorra, con mote y, obviamente, con riendas. Todos estos platos se sirven con una sabrosa mancha roja, aceitosa y aromática de “color”.

TOMATICAN: Tiene la variante del tomate en más abundancia, los granos de choclo y la cebolla. Algunos le adicionan el charqui de cabra, que le da ese toque especial.

CARBONADA: Creo que a todos no da gusto comer este plato preparado por la abuela o la mamá, porque es de un sabor exquisito.

EMPANADAS: Aparte de la típica chilena, en la zona tenemos las de loco, queso, mariscos surtidos y de ave, que pueden ser fritas o al horno.

ASADO DE CABRITO: Sobre todo de esos chivitos que llaman “guatones”, que se pueden comer hasta los huesitos.

No pueden quedar fuera de esta lista el Ajiaco, Charquicán, pollo arvejado, cazuela de vacuno y el chupe de guatitas. Hablando de las entradas, sin duda que la de mayor “rating” es la ensalada chilena, de tomate con cebolla; la de pepino y la apio-palta. 
También la sierra ahumada (aunque sabemos que es jurel), el arrollado del "Pobre flaco" de Punitaqui y las aceitunas amargas. 
Entre los postres, está un rico mote con huesillos, un racimo de uva rosada de El Palqui, nísperos de Sotaquí y melones, sandías y unas espinudas tunas de Combarbalá. 
Postres locales: una buena leche asada, sémola con arrope de Pichasca y arroz con leche; pero, lejos, el mejor: helados de canela del Olmedo.
No podemos dejar de mencionar unas ricas onces con sopaipillas, queso asado y pan candeal hecho en horno de barro; como tampoco nuestros clásicos picarones de zapallo, servidos con chancaca. 
Sin duda que nuestra cocina es variada, que la naturaleza del valle del Limarí nos regala ricas verduras, frutas y buenas cocineras, porque, si no fuera por ellas, estaríamos sonados.

Qué rico se come en Ovalle…ah?

POLITÉCNICO DE OVALLE


Nuestro uniforme era una chaqueta de paño azul piedra sin solapas, pantalón gris guarén, camisa blanca y corbata azul, los calcetines debían ser rigurosamente oscuros; en esos años, ni pensar en usar zoquetes blancos. Los zapatos de colegio fueron, son y serán de color negro fúnebre. 
El largo del pelo no podía pasar el nivel del cuello de la camisa, asuntito que el “Pollo” Miranda controlaba diariamente en la entrada. A las clases de taller debíamos presentarnos con el consabido mameluco de trabajo hecho de mezclilla o tocuyo, que nos daba una facha de bomberos de estación de servicio.
En primer año, hacíamos un recorrido por todas las especialidades. 
Al pasar por Mecánica debí fabricar un diminuto cubo de acero a pura escofina, que me dejó ampollas en las manos, para obtener sólo un cuatro pelao. 
En Electromecánica aprendí a no decir nunca más la palabra cable y reemplazarla por “conductor”, también me enseñaron a usar el pie de metro y que la energía eléctrica viene en 220 KW. 
En Hojalatería fabriqué una pala para la basura y en Construcción aprendí a usar la garlopa, el formón, el taladro y a soldar con electrodo y oxiacetileno (chúpense esa). 
Lo que más me apasionó fue el dibujo técnico, donde lo primero que uno aprende es que las líneas no se tiran, sino que se trazan y comencé a escribir mis cuadernos cuadriculados con letra sin perfil inclinada.
En segundo año es cuando a uno lo derivan a las diferentes especialidades según los promedios; los más altos iban directo a Mecánica, los medios porros a Electromecánica y los brutos a Construcción; pues bien, yo elegí la última, porque me apasionaba dibujar planos. 
En mis clases de Taller, el oficio que más disfrutaba era el de “Pañolero”. 
En nuestra especialidad teníamos un diario mural llamado “El concreto armado”, que publicaba artículos, reportajes, fotografías y hasta un creativo horóscopo semanal para el chuleteo; por ejemplo, cuando leías el signo Leo, decía, sucintamente: “Esta noche le van a salir colmillos, una melena y comenzará a rugir, acéptelo, es su naturaleza…” o Sagitario: “Esta semana no hay predicciones: por feo y mal oliente…use desodorante Mennem, loción Monix tabaco y un antimicótico para las patas….asqueroso”.
Nuestra ciclópea fiesta de aniversario era esperada cada septiembre, porque se organizaba el famoso baile de gala, al que invitábamos a las chiquillas de La Providencia y del LNO. 
Las nenas del CAE nos encontraban últimos de rotos y nosotros a ellas, pitucas, por lo tanto, ni pensar en que aceptaran un convite. Los Demond y los Clavos Torcidos eran los estables animadores de la jornada. 
El cuento se organizaba por cursos, cada profesor jefe preparaba, con nuestras madres, el asuntito: ponchera, canapés, bebidas, papitas fritas y los queques. Nuestro Jefe de curso era el encargado de hacer la invitación a las féminas, que recibían con júbilo la tarjeta y comenzaba un carteo anónimo sin fin (me recuerdo de “Petunia”, una delicada niña de la Providencia que me escribía tiernas cartas de amor). 
Nuestras invitadas siempre llegaban con una descomunal torta hecha con mano de monja y algunos bocadillos. Lo pasábamos la raja y nos portábamos como caballeros hasta que las chicas y sus chaperonas abandonaban el recinto, porque nuestros profesores habían sido majaderos: “Jóvenes, no se sobrepasen con las chiquillas” y a ellas, las tías solteronas les habían repetido hasta el cansancio: “No permitan que los cabros se sobrepasen, niñas, por Dios”, o sea, estábamos cagados antes de comenzar a bailar una casta cumbia. 
Para qué decir de los lentos, eran controlados por ene escudriñadoras miradas. Eso no impidió que surgieran algunos fugaces pololeos, que siempre recordaremos con añoranza. 
Cuando sólo quedábamos nosotros, de algún lugar aparecía una fondeada botella de ron barato que nos dejaba la mirada de pescado, las piernas fláccidas y una sonrisa estúpida. Eran los tiempos del Hilton 100, el Belmont y el Monza; que fumábamos como carretoneros cesantes. 
A eso de las dos de la mañana, nos recitaban el “calabaza, calabaza…” y partíamos abrazados cantando sandeces por la bajada del Amalia Errázuriz, llegando a nuestras casas, a dormir, rebosantes de felicidad.
Poli teí, teí, teí, Poli teó, teó, teó…I-n-s-t-i-t-u-t-o P-o-l-i-t-é-c-n-i-c-o!


Qué habrá sido de la Petunia?

MECHÓN SUPERSTAR


Cuando, en los 70s, leí los resultados de la PAA en El Mercurio, comprobando que había quedado en la Chile y en la carrera que había elegido, di un alarido que se escuchó en todo el barrio. Abracé esquizofrénico a todos en mi familia, celebré con mis amigos y me fui, radiante, a La Serena, a matricularme.
Me convertí en estudiante universitario y en un ovallino más que debía dejar la Perla del Limarí junto a mis vivencias en el Politécnico, en mi barrio y a mis amigos de la Villalón, para ir a vivir la inolvidable experiencia de ser “Mechón”, apodo que es sinónimo de: pollo despistado, novato, niñito que no sabe nada, pailón, hijito de la mamá en destete, pavo que se creyó inteligente en la enseñanza media y otros tantos apelativos que uno se gana cuando aparece por los pasillos de la Casa de Bello con una delatora facha de secundario, una morrocotuda cantidad de documentos, cuadernos nuevos, fotos, y un carné universitario recién plastificado. 

En esos años se usaba el pelo moderadamente largo, lo “in” eran los jeans wrangler y unos chalecos tejidos a mano con lana gruesa, teñida irregularmente, botones de madera y una chicotera que se llevaba atada en el poto. Como la moda dice “yo también”, andábamos, casi todos, uniformados.
Recibimos una bienvenida inolvidable, sobre todo bromas pesadas, de nuestros compañeros de carrera de cursos superiores. 

Elegimos a la Pina como candidata para nuestra "Semana mechona" y comenzamos a prepararnos para las competencias en: deporte, cantos, obra de teatro, sketchs, si no lo sabe no cante, competencia de rodados, gymkhanas, miss tanga, míster zunga, etc.
Ce ache i, chi, ele e, le, chi, chi, chi, le, le le, ¡Dibujantes de Chile!, era nuestro aguerrido grito. Casi todas las competencias se hacían de noche, en la Bombonera de la UTE. 

En una de las pruebas, debíamos presentar una obra musical. Los incipientes dibujantes montamos una versión libre de la “Pérgola de las flores”, yo era re’fome, pero igual aparecí vendiendo diarios, desplegando toda mi capacidad histriónica para gritar “mercuuuuuurio diarioooooo!”; no quedé nominado al Oscar, pero me divertí como nunca y me cagué de frío, porque andaba a pata pelá.
Historia y Geografía presentó un genial montaje satírico del film “Jesus christ Superstar”; la titularon “Mechón Superstar”, y contaba la vida, pasión y expulsión de un mechón desde que llega a la U, todo despistado, toma cursos, comienza a ir a clases, almuerza en el casino, solicita crédito fiscal (no se lo dan) y, cuento corto, al compadre le fue mal, reprobó todos los ramos y, obvio, fue expectorado de la Universidad…la obra finalizaba con la música del ….” Jesus christ, Jesus Christ, who are you, what have you sacrificed?….”, con un verso que decía: “Fue mechón, fue mechón, solo un año le duró…” a lo que el mechón (picado) respondía…”Entraré, entraré, el otro año a la UTE”…con la misma melodía. 

Por supuesto que la obra ganó el concurso merecidamente y todos la aplaudimos, porque, realmente, fue muy creativa, entretenida y con un considerable buen humor.
La fiesta final, con reina mechona y chascona incluida, fue la ocasión de celebrar en serio nuestro ingreso a la educación superior y olvidarnos de todas la bromas pesadas que habíamos padecido; y claro, planear cómo vengarnos de los mechones que llegaran el próximo año.
Nuestras fiestas universitarias eran participativas, integradoras, con bromas simpáticas y competíamos sanamente. Te ganabas una disfonía de tanto grito pelao; te sacabas la cresta en un partido de básquetbol o en un escenario; pero triunfaba tu carrera, tu grupo, tus pares y, lo mejor de todo, te hacías de un millón de amigos.
Ser mechón dura poco. Luego de tu "Semana mechona", se acaba la diversión y comienzan los clásicos: 

- En cuatro semanas tenemos prueba. 
- Esta materia la doy por pasada. 
- Deben leer, por lo menos, cien páginas de este libro para un control. 
- Me entregan el trabajo escrito en dos semanas... en fin; la lista es larga… 
- Porque la fiesta ya se acabó jóvenes, ahora deben estudiar.


Ser mechón fue entretenido, entrar a la Universidad es la mejor experiencia de los mejores años de tu vida…
“Egresado, Maestro, Estudiante, vibra entera la Universidad...”

MADRE


- Me besaste.
- Me amamantaste y me acurrucaste.
- Me cantaste: “Duérmete, mi niño, que ya viene el cuco…”
- Me enseñaste a caminar y hablar.
- Me lavaste y planchaste la ropa.
- Me despertaste para ir a la Escuela.
- Me preparaste el desayuno con pan tostado.
- Me ibas a dejar y a buscar a la Escuela.
- Me dijiste que era lindo.
- Me ayudaste a hacer las tareas.
- Me hiciste sopaipillas.
- Me dijiste que era habiloso.
- Me recomendaste que me pusiera la chaqueta porque afuera hacía frío.
- Me curaste las heridas y me decías: “sana, sana, potito de rana”.
- Me enseñaste a rezar.
- Te peleaste con las vecinas por mi culpa.
- Me arreglaste todos los días las mechas paradas.
- Me contaste un cuento.
- Me enseñaste a comportarme en la mesa.
- Me dijiste que tomara agua en un vaso.
- Me cuidaste con paciencia cada vez que estuve enfermo.
- Me diste unas cuantas cachetadas correctoras.
- Siempre me dijiste: ¡lávate las manos!
- Me enseñaste a decir: permiso y gracias.
- Me dijiste que fuera responsable y que no mintiera.
- Me obligabas a ordenar mi pieza.
- Me diste plata para los puchos.
- Me esperaste despierta hasta la madrugada.
- Me preparaste una torta milhojas en cada cumpleaños.
- Siempre me defendiste en las discusiones con mi Papá.
- Rezaste para que me fuera bien en los exámenes.
- Sufriste en silencio por mis penas de amor.
- Me pusiste unas lucas en el bolsillo de la camisa, escondida de mi Papá.
- Te alegraste por todos mis triunfos.
- Tus comidas siempre serán para mí las más ricas.
- Tienes mi foto en tu velador.
- Me recomendaste que no bebiera tanto.
- Me dices que maneje con cuidado.
- Hablas de mí con orgullo y me dices “Mi niño”.
- Sabes perfectamente cuales comidas me gustan.
- Me preparaste miles de cosas ricas para comer.
- Te alegras cuando te llamo.
- Siempre me abrazas y me besas con amor.

Por todo eso, y por mucho más, quiero darte las gracias. Tengo la absoluta seguridad que nadie me amó, me ama ni me amará, más que tú, en esta vida. Doy gracias a Dios porque eres mi Madre y el amor más sagrado que tengo en el mundo. En tu día, mamita linda, te doy mil besos. Te ama:

TU HIJO

EXÁMENES

Si hago esta prueba con un ojo cerrado, una mano atada a la espalda y saltando en una pata.Puedo obtener una A por esfuerzo?

Cada final de año, en las primeras semanas de diciembre, cuando amanece más temprano y comienzan los cálidos adelantos de lo que será el verano, era típico que, en la Villalón, nos levantáramos a las seis de la mañana, paseándonos por la plazoleta, la cancha o por donde fuera, con los cuadernos como repollo, para estudiar con el fresco, porque había que rendir exámenes finales.
El asuntito se hacía paseando, repitiendo en voz alta que los metacarpianos son cinco huesos que componen la parte media de la mano y que en el triángulo rectángulo, la suma de las áreas de los catetos es igual al área de la hipotenusa.
Algunos porros trataban de salvar todo un año de flojera, estudiando como condenados al cadalso, porque se presentaban con un promedio bajísimo, y te jugabas, si o si, tres alternativas: ser promovido, quedar para marzo o repetir curso.
El cuento era re’complicado, había exámenes orales y escritos, donde se ponía a prueba la memoria con la mirada p’al techo, recordando que el desastre de Rancagua fue el último de los enfrentamientos de la Patria vieja y que había ocurrido el 1 y 2 de octubre de 1814, redactándolo de una manera distinta a como estaba en el cuaderno, para que el Profe no pensara que uno había copiado o que la respuesta se la había soplado el Godoy Moroso.
El torpedo, en los exámenes escritos, era un aliado y fiel compañero, sobre todo para fechas y números, porque es bien difícil recordar que el valor de Phi es 3,1416 y que el logaritmo de dos es 0,301030; para fabricarlos y ocultarlos, éramos muy creativos, porque se escribían en un boleto de micro, en las mangas de la camisa, en la superficie de la goma, en fin, cada uno se las arreglaba para camuflarlo de la mejor manera posible. 
Algo que no servía en los orales, porque desde que el Profe entraba a la sala, perdonando vidas y con cara de desquite, a uno se le hacía un nudo en la guata y rogaba a los ángeles y a los demonios que no te tocara de los primeros. 
Si no te sabías la respuesta, el torpedo era inútil, a menos que te lo hubieras aprendido de memoria. El silencio en un examen era sepulcral; el Profe hacía separar los bancos y había fila A y B, por lo tanto, el tonto Morales siempre arriesgaba una tortícolis preguntando desesperado hacia todos los flancos: dime la sei…dime la sei... 
Ahí no tenías escapatoria, o habías estudiado o algún ángel salvador te dictaba las respuestas, para salir airoso con un cuatro coeficiente dos, que te daba un tres coma seis total, el cual subía automáticamente a cuatro. Y ya estabas al otro lado. Bendito sistema.
Quedarte repitiendo es una maldición. Primero, en la casa, eres como un mal nacido: porque no puede ser, mijito por Dios, que haya repetido el año; tanto sacrificio, tanto gasto, tanta preocupación, para que el perla se permita repetir, y de puro pailón, ah, no, si yo siempre dije que la mala junta, a este cabro lo iba a echar a perder, sus amiguitos, poh, y, lo peor de todo, es que eres un niño habiloso. No hay matinée, no hay regalo de Navidad, no hay vacaciones en Guanaqueros y te la vas a pasar encerrado enero y febrero estudiando aquí en Ovalle, cabro de porquería, oh.
En el colegio, repitente equivale a ex convicto, porque quedas marcado por todo un plantel, te separan de tus yuntas, debes recursar todos los ramos, leer los mismos libros y la cantinela del todo el año es: “Como usted es repitente, se tiene que saber esta materia….”Ah, ya, gracias, profesor…”
Con el paso de los años, uno aprende que debe obtener buenas notas desde el principio, para llegar a los exámenes tranquilo, de modo que, si te sacai un dos coma cinco final, con el promedio, pasai igual con un cuatro pelao.

Ojala, nuestra generación hubiese tenido los recursos con que cuentan los cabros de ahora para estudiar. Habríamos sido genios.

EL PUEBLO DIAGUITA


La cultura Diaguita se desarrolla en el Norte Chico de Chile. Abarca desde el río Copiapó en el norte hasta el Choapa en el sur. Este territorio se caracteriza por un ambiente semi árido, atravesado por múltiples valles y cadenas montañosas que unen la Cordillera de los Andes con el Océano Pacífico.
El pueblo Diaguita vive de la agricultura. La construcción de sistemas de regadío les permite cultivar una gran variedad de productos, tales como maíz, quinua, porotos y zapallos. No esta claro aún si, junto con la agricultura, practicaron también la ganadería, la que sí es definitivamente integrada a la economía local con la llegada de los Incas.
El mar ofrece a estas poblaciones una gran cantidad de recursos, tales como peces, moluscos y mamíferos (lobos de mar, ballenas, etc.). Para explotar especies de mar adentro, emplean balsas con dos flotadores fabricados con cuero de lobo marino. 
La manifestación artística más conocida es la cerámica, caracterizada por diseños geométricos aplicados en dos colores sobre una base de otro color. 
Este tipo de decoración se encuentra en vasijas de distintas formas (ollas, urnas, jarros-pato, cuencos y escudillas). Son diseños muy complejos, que han sido interpretados como probables representaciones de visiones chamánicas. Muchas veces estas vasijas presentan motivos felínicos o representan personajes con tales atributos. Se piensa que ciertos diseños geométricos y motivos mascariformes del arte rupestre de la región, son realizados por ellos.
Se cree que la sociedad Diaguita estaba organizada en pequeñas aldeas independientes dirigidas por líderazgos.
Pese su pertenencia a una misma cultura, cada valle y quizás cada localidad, mantiene su autonomía. Con la invasión incaica, la sociedad Diaguita es reorganizada en sistemas duales, donde cada valle tiene una autoridad que gobierna la parte alta y otra la parte baja, con esta última subordinada a la primera.
La gran mayoría de las vasijas decoradas que sirven para caracterizar a esta cultura proviene de ajuares de tumbas. La forma más común es construida con cinco grandes lajas de piedra, formando una verdadera cista o caja rectangular, donde es depositado el difunto. Le acompaña un ajuar: aros, hachas, pinzas, cinceles de cobre, espátulas o cucharas de hueso finamente talladas y vasijas cerámicas.
La preponderancia con que aparece la figura del felino en las vasijas mortuorias, sugiere un cierto culto a este animal. 
El patrón de asentamiento es uno de los aspectos menos conocido de esta cultura. 
Se supone que vivían en pequeñas aldeas construidas con sencillas chozas de barro, madera y paja, distribuidas a lo largo de los valles y cerca de los campos de cultivo.
La cultura Ánima habría sido el ancestro más directo del pueblo Diaguita, ya que los diseños y la forma de las vasijas de esta última cultura muestran nítidas reminiscencias estilísticas de la primera.
Con la incorporación de este territorio al Imperio Inca, el pueblo Diaguita pasa a ser un agente importante de la expansión incaica hacia Chile central.
A la llegada de los Españoles, la presencia Diaguita se extiende mucho más allá de su territorio de origen, alcanzando, incluso, regiones trasandinas: Catamarca, Córdoba, Jujuy, La Rioja, Salta, Santa Fe, Santiago del Estero y Tucumán.

Fuente: www.precolombino.cl/es/culturas/surandina/diaguita/index.php

DESFILES


Recuerdo cada dieciocho de septiembre o veintiuno de mayo, cuando era alumno de la abnegada Escuela N° 6, (que se ubicaba en la calle Benavente, entre Tocopilla y Antofagasta), que debía ir bien vestido, engominado y con los zapatos relucientes, porque teníamos que desfilar. 
Era el día en que aparecían en la escuela: los lobatos, las “girl guides” (que tenían de tótem una lechuza), las niñas de la cruz roja y la brigada del tránsito. 
Todas las profes se preocupaban de arreglarte la corbata, bajarte el mechón que se te paraba, darte unos toques en la chaqueta y decirte mil veces que debías marchar derechito y llevando el ritmo: un, dos, un, dos, un dos….
Habíamos ensayado casi un mes, toda la escuela, para desfilar frente a las autoridades en la Plaza de armas, en donde todas las escuelas de la ciudad, competían por hacer el mejor papel, ser la mejor presentada.
Fueron la únicas oportunidades en mi vida que usé guantes blancos, porque, o me tocaba llevar la bandera o iba de escolta llevando una cinta tricolor. Éramos una escuela sencilla, humilde, pero al menos destacábamos en básquetbol, con las niñas Irarràzabal (hijas del Chato Cosa, que era el guardián de la bombonera del estadio ferroviario) cuando asesinaban a cestos a las populares y bien ponderadas niñas de la escuela N° 2.
El día del desfile, íbamos con toda la plana de nuestros profesores: la Srta., Julia Jiménez Martínez, nuestra eterna directora; las Srtas. Omon (Elsa y Susana), Sra. Aurora Molina, Sra. Ana Silva, Sra., Enid Salinas, Sra. María Bahamondes, los Sres. Guillermo Godoy y Alejandro Fredes, la Sra., Nola Uribe; Sra. Cristina del Solar, Sra. Lila Toro de Lemus y otras maestras que nos educaron muy bien, al menos en esos tiempos cuando se daba la prueba nacional, éramos los mejores alumnos. De esa querida escuela hay muchos profesionales repartidos por el mundo.
Bueno, antes de desfilar, nos tocaba esperar en calle Arauco, lo que era muy oportuno, porque, dado el calor, el uniforme, la corbata, los guantes, era como obvio ir al Olmedo a comprar los helados de canela o las paletas cilíndricas que nunca más las he visto en otra parte. Todo el ir y venir a la heladería lo hacíamos con el permiso de las profesoras, con la recomendación: “No se vayan a ensuciar, cabros de porquería!”. 

Se escuchaba, a lo lejos, el orfeón ferroviario y veíamos pasar a otras escuelas por Vicuña Mackenna hacia la plaza. Luego sonaban las palmas: Ya, niños, nos toca a nosotros, vamos, vamos, vamos! Fórmense, cada uno en su sitio. ¡Guillermo…límpiate esa boca!
Y comenzaba el asuntito: todos derechitos, en silencio, mirando al compañero del lado, el Profe Godoy en medio de nosotros: izquierdo, izquierdo, izquierdo…Ya, cuando estábamos frente a la Farmacia Centenario, llegando al Oasis, escuchábamos por los altoparlantes: “Desfila ante las autoridades la Escuela Superior número cuatro de niñas, con su Directora la Sra.…..” un dos, un dos, un dos….” Ya estábamos entrando a la plaza: “Ahora lo hace la Escuela Superior Mixta número seis, con su Directora la Srta., Julia Jiménez Martínez…..”izquierdo, izquierdo, izquierdo”…niños no se apuren, no se apuren… ¡Guillermo, saca pecho, levanta la cabeza…!
Escuchábamos los aplausos, pero eran todos de nuestras madres, que estaban con nuestros hermanos pequeños en brazos, con una bandera chilena en la mano…ahí va el Memo…ahí va el Wilson! Pasábamos frente al palco y era el momento en que el bombo y los platillos del Orfeón Ferroviario te sonaban, no en los oídos, era en el pecho! Un dos, un dos, un dos…Cuando llegàbamos al Hotel Turismo, ya la cosa habìa pasado….Ya te soltabas la corbata, te sacabas los guantes para acomodarte con tu familia y ver el espectáculo que venía: las niñitas de la Amalia Erràzuriz, con sombrerito y todas rubias; desfilando lento, lento, las del liceo de Niñas, movían las caderas, las caderas, las de la Providencia, la monja te vigila, te vigila. Luego venían los del San Viator, con un modo absolutamente prusiano para desfilar con el movimiento de brazos. Los del LHO, la Escuela Industrial, la Agrícola, eran la misma cosa, sólo cambiaban los pelos crespos, chuzos, las cejas pobladas, las narices de garfio o las bocas de bistec. Luego venía el desfile de los Scouts, momento para que el orfeón descansara y comenzaba el pitorreo y tamborileo de los siempre listos…Atención, vista a la izquier...! Y veíamos pasar el Director de la Escuela 123, de la JTO, vestido de Scout. Luego, las Damas de Rojo, las Damas de la Cruz Roja y por último, nuestros queridos Bomberos. Me gustaba desfilar en Ovalle. Me gustaba tomar helados de canela. Me gustaba gritar: Viva Chile! Pero, lo que más me gustaba, era ir, con mi familia, a la Pampilla, elevar un volantín tricolor y, cuando este se me rompía o se iba a las pailas, terminar elevando una digna cambucha.

COCHES


Tengo grabado en la retina, desde mi infancia, la presencia, en la bella, amplia y palmerada Alameda de Ovalle, del otrora transporte “a sangre” que fueron "los coches" (en Viña del Mar les dicen victorias).
Observar a los cocheros con sus caballos en formación frente al Espejo de Agua, esperando por pasajeros, era una postal cotidiana. 
Fueron los “taxis” de ese tiempo, que llenaban las atribuladas calles con el rítmico sonido del trote de los corceles, además del consecuente olor a estiércol.
Siempre me sorprendió la amabilidad de esos sencillos hombres, que se ganaron la vida, moneda a moneda, transportando a los ovallinos en estos típicos carruajes con señoriales asientos de cuero negro y adornos de bronce pulidos concienzudamente. 

Los animales lucían brillosos y con los típicos “cubre ojos”, de los que hacemos mención, cuando le decimos a una persona que no quiere ver a su alrededor: “pareces caballo de cochero, miras sólo hacia adelante” 
Dejaban al usuario en su domicilio, descargando los paquetes o las bolsas, incluso, sabían perfectamente donde vivían los “pasajeros frecuentes”. 
En la noche encendían sus faroles con sencillas velas de cera, que le daban al coche la magia de un transporte de reyes y a la ciudad el encanto de un pregón colonial.
Salían por turnos, el primero de la fila tenía la prioridad; un código que aún se respeta entre los colectiveros actuales que van hacia los pueblos del interior. Los cocheros eran todos amigos, las pausas entre un viaje y otro permitían compartir un cigarrillo conversado. 

En los escasos invernales días de lluvia, el conductor se cubría con un plástico como improvisado poncho, lo que también se hacía con el techo del asiento. 
Los días de Feria eran, como siempre, de febril movimiento, que, incluso, el paradero se trasladaba frente al Colegio de las monjas de La Providencia.
Para los ovallinos no era un paseo turístico, sino un transporte barato, que podía conducirlos a sus casas con pesadas cargas. 

Alguna vez vi coches con unos cuantos sacos de azúcar y harina; con cajones de tomates y hasta un par de colchones, con el catre incluido. Los pasajeros se acomodaban como podían.
No recuerdo exactamente en qué momento desaparecieron y las razones que hubo para que sucediera. Ahora sólo nos queda la añoranza del simpático aspecto que le daban al perfil de la ciudad y de lo pintoresco que fue, alguna vez, movilizarse u observar un carruaje de locomoción pública tirado por caballos. Eran otros tiempos.

...Déle no mah, caallero!

BOMBEROS

El sonido familiar de la sirena del mediodía en Ovalle es inconfundible. 
En ese momento, todos le damos una ojeada rápida al reloj, como para comprobar que efectivamente es la hora; algunos fruncen el seño, otros esbozan una sonrisa, la mayoría apura el tranco, a ninguno le es indiferente: ...Ay, niña, por Dios, ya son las 12 y todavía no tengo listo el almuerzo!
Cada vez que se produce un incendio o algún accidente, a la hora que sea, escuchamos ese atemorizador sonido; eso quiere decir que debemos encender la radio y esperar que el acartonado locutor lea la rebuscada redacción de la nota con voz impostada: 

“El llamado de la sirena del Cuerpo de Bomberos es para a acudir a un amago de incendio en la parte alta de la ciudad, en el sector de la Población Media Hacienda... repetimos...”
Luego nos asomamos a la ventana para ver pasar a los bomberos voluntarios de nuestro barrio, corriendo ágiles y presurosos, a lo Forrest Gump, con el clásico casco negro con un número dorado al frente. 

Son esos tipos generosos, que por un pago de nada, acuden a ayudar a sus semejantes en dificultades. Esos gallos con un corazón noble que producen admiración, que sólo saben que están dispuestos a socorrer sin mirar a quién. 
Son los que nunca predican desde un barnizado púlpito y hacen por el prójimo lo que Dios manda. Son los que testimonian que aún quedan entre nosotros hombres altruistas; que todavía es posible encontrar seres humanos que hacen algo por los demás sin esperar ninguna recompensa. 
Todos les tenemos simpatía. Nos enorgullecen en los desfiles cuando marchan viriles y elegantes con su tenida de parada y siempre sacan aplausos. 
Son nuestros queridos Bomberos.
Pero ahí no más nos quedamos, en pura simpatía, o sea, cuando nos tocan el corazón. 

Porque cuando debemos tocarnos el bolsillo y sacar algún billete para ayudarles, puchas que nos duele. 
Y bueno, hacemos un acto tranquilizador de conciencia y sacamos la moneda de menor valor y se la tiramos al tarro con furia, para que suene. Ellos igual la agradecen. No nos damos cuenta que esa ayuda no es para ellos, sino para nosotros mismos, para que acudan a nuestro socorro cuando los necesitemos. Nadie está libre. 
Y, cuando nos suceda, ellos igual van a estar allí y no nos van mirar la cara, ni recordarán si les hemos dado una escuálida moneda o un jugoso billete. Sencillamente harán lo de siempre: correr presurosos dejando lo que estaban haciendo, ponerse orgullosamente el casco, encaramarse rápidamente al carro de su compañía y comenzar a preparar el material: instalar mangueras, escaleras, chuzos, baldes, en fin; ellos sólo saben que deben hacer expirar el fuego como sea, esa es su finalidad, para eso se han entrenado, para vencer el peligro, para mitigar el dolor y las penas de los otros. 
No les importa si se van empapar y ensuciar el pantalón que recién habían estrenado o la camisa impecable que estaban usando. 
No se preocupan si se van a asfixiar con el espeso humo o si van a sufrir algún aplastamiento o saldrán también ellos quemados. 
Sólo saben que deben luchar contra ese enemigo en el menor tiempo posible. Para ellos cada segundo cuenta. Son nuestros queridos Bomberos.
Una tradición sobrecogedora son sus funerales nocturnos. El féretro del voluntario es transportado en el carro de su Compañía; acuden todos, no falta ninguno. La sirena del Cuartel le da la despedida al voluntario caído y suben al Cementerio silenciosos en un cortejo que impacta, hace reflexionar y crea un nudo en la garganta. Un compañero menos, una persona noble que deja este mundo. Debemos despedirlo como lo merece.
Le sugiero que la próxima vez, cuando usted vaya por la calle o en su vehículo y vea dos rostros sonrientes con un casco de Bombero y una alcancía; saque el billete más grande, dóblelo bien y póngalo en la ranura como una ofrenda; que no emita ningún sonido, que nadie sepa cuanto dio; y habrá hecho un acto de colaboración por usted mismo. 

Nunca se sabe el día ni la hora en que los necesitará. Y... ¿sabe qué? Los flippers, los video-games y los taca-taca funcionan con monedas; el Cuerpo de Bomberos funciona con billetes.
Cuando vaya al Cementerio, guarde una flor y vaya al Mausoleo Institucional. Déjela allí silencioso, ojalá que nadie lo vea. Sea anónimo, como ellos, se lo agradecerán: Nuestros queridos Bomberos.

Dedicado a los que fueron, son y serán Bomberos voluntarios de Ovalle.

MUCHA TELE


Si hubo un terremoto más grande que el del año ‘97, éste fue en los ‘70s cuando nos llegó la televisión desde la planta repetidora del cerro el reloj.
Los que tenían aparatos eran pocos y la mayoría compró los famosos “Bolocco” un televisor chico en blanco y negro, que permitió ver los programas en la propia casa y no en la del vecino.
El fenómeno fue tal que, a mi Mamá nadie la sacaba del “Buenas tardes Mirella” con la Sra. Latorre, que posteriormente fue reemplazada por María Teresa Serrano, “La Coneja”, y luego, de la “Muchacha italiana viene a casarse” con la historia del controvertido romance de Valeria Donati con Giovanni Francesco, los tortolitos que no se casaban re-nunca.
Los televisores estaban encendidos desde la carta de ajuste, con la pantalla plena de rayitas verticales de gamas de grises totalmente fijas; luego, como a las 13:00 horas, aparecía el profesor Inostroza con sus breves relatos de la historia de Chile y se daba comienzo a las transmisiones.
Sólo podíamos ver el canal 10, que era TVN, no teníamos otra posibilidad; pero la programación era bastante variada y teníamos para todos los gustos.
A media tarde, se iniciaba una serie de programas de dibujos animados, que tenían a los más chicos pegados, por horas, a la caja que habla. Recuerdo las aventuras de Hukleberry hound de Hanna y Barbera, un perro azul que hablaba con un acento muy especial…hola amiguitos…que bonito, que bonito…para luego continuar con el Oso Yogui y su amigo Boo-Boo.
Cómo olvidar las travesuras del Pájaro loco, Tiro loco McGraw, Los pica piedra; lo más interesante de esta serie, eran los inventos: la lavadora, la cortadora de césped, el tocadiscos, el cuernófono y otros artefactos muy originales.
Quien no disfrutó de las locuras de Merry Melodies, Penélope glamour, de la genial Pantera Rosa y del Inspector Clouseau…no diga si, diga Oui…Como a las cinco de la tarde, venía el “Saber, correr y cantar”, en donde competían Colegios de enseñanza media de Santiago, animado por Peggy Cordero y posteriormente por Sandra Solimano.
Luego llegaba el programa de Pin-Pon, con Jorge Guerra y el Tío Valentín al piano…cuando las estrellitas, comienzan a salir, Pin Pon se va a la cama y se acuesta a dormir…
Semanalmente hubo un buen programa cultural que se llamaba ¿Quién soy yo?, animado por Enrique Bravo Menadier, con un panel formado por: María Eugenia Oyarzún, René Espinoza, el Padre Ruiz Tagle y Marta Blanco, donde en cada edición se revelaba el nombre de un personaje incógnito.
Por supuesto que los lolos de esos años no nos perdíamos “Música libre”, para ver a la Mera bailando el “Salta, salta, salta, pequeña langosta…” o a la Isabel Castro imitando a Tormenta con su tema “Chico de mi barrio”…o al Coto, haciendo el tema “Daddy don’t you walk so fast” (no corras papito) de Wayne Newton, o “Don’t expect me to be your friend” (no esperes que sea tu amigo) de Lobo…
Los fines de semana nadie se perdía el “Tugar Tugar…” animado por Juan La Rivera…con Magaly Rivano de jurado. “Sombras tenebrosas”, “Patrulla juvenil”, “Trilogía policíaca”, los musicales italianos “Teatro dieci”, “Senza rete” y por supuesto, los programas deportivos con el Sapo Livingstone, fueron parte de nuestra cotidianeidad.
La hija del cine nos trajo muchos cambios a los ovallinos, ya no callejeábamos como antes…y nos pusimos tele maníacos…La Televisión sí que produjo un movimiento telúrico en Ovalle…y de los grandes, mijito.