Todo el año nos bombardean con imperdibles y tentadoras ofertas de vacaciones a bajo precio: viaje ahora pague después, endéudese no más…prometiéndonos fantásticos, placenteros e inolvidables días: Semana santa de miedo en algún lugar relacionado con un beato penitente, carnavales con garotas siliconadas, ríos con pirañas, costas con marea roja y amenazas de tsunamis, islas con tiburones, playas con todos los días nublados, pirámides con olor a guano, ríos urbanos pestilentes a barro podrido, catedrales oscuras y museos llenos de polvo.
Si hemos caído en estas irresistibles ofertas, víctimas de la creatividad publicitaria, luego de haber ahorrado todo un año, chaucha a chaucha, pedir un préstamo en una financiera con una tasa ladronamente conveniente y chequear cuánta plata tenemos en la tarjeta, comenzamos la aventura de convertirnos, por unos días, en turistas de algún lugar del universo.
El día planificado para partir, hay que encomendarse hasta a san Guchito, para que el aeropuerto no esté cubierto por una espesa neblina y nuestro vuelo pueda salir, luego, cerciorarse que el asiento no lo hayan sobre-vendido y que la teñida aeromoza no te venga a proponer cambiarte de la fila seis a la veintinueve, porque hay una niña llorando desconsoladamente porque no viene sentada con su mamá. Y ojala tengas espacio en los maleteros, porque cuando abres uno, parece un paquete de pañales, no puedes meter ni un dedo.
Luego de unas cuantas horas de vuelo, y al borde de una caquexia, debes esperar, pacientemente, que la niña te ofrezca pollo o carne... y qué desea para beber, Señor; para luego quedar con la sensación de no haber comido absolutamente nada y que hasta la pálida mantequilla era lastimosamente insípida.
Al bajarte del avión con las patas hinchadas, la cara de huevón, con horario cambiado y unas inoportunas ganas de hacer pipí, viene el temido paso por la policía internacional, en donde, en la ventanilla, debes sonreír con cara de imbécil para que el uniformado no piense que eres traficante, terrorista o pedófilo, y estampe, suspicazmente, el timbre en el pasaporte crudito, que certifica tu ingreso legal al país: Where are you from?...welcome to our country…Thank you so much!
Lo primero que se te ocurre, al llegar al hotel, es darte un largo, caliente y placentero baño y descansar como oso invernando, porque las horas de vuelo te dejaron el cuerpo cortado, luego de catorce horas casi te salen escaras en el poto y quieres prepararte para pasar unos lindos días, proporcionarte un merecido descanso y llenar la retina de paisajes nuevos.
Los paquetes incluyen vuelos, hoteles, city-tours y paseos por lugares típicos, en donde puedes comprar cosas que no le sirven a nadie, tomar un café chico que vale lo que en tu país te sale un opíparo almuerzo para dos, degustar no más de veinticinco cecés de un vino litriado en una bodega tradicional en nombre, ubicación y diseño, y darte vueltas, con cámara al cuello, lentes oscuros y jockey al revés, obvio, fotografiando escenas sonsas (que tampoco te van a servir para nada), por eso es que todo turista que se respete, tiene, en algún álbum de plástico, una foto sujetando la torre de Pisa, en posición horizontal con el obelisco de Buenos Aires simulando una tutula, con las patas abiertas imitando a la Torre Eiffel o besando a la Esfinge de Gizeh.
A todos les sucedió, en cualquier parte del mundo, que, repentinamente aparecieron, como una estampida, una patota de asiáticos, que te taparon la escena que ibas a fotografiar, posaron, rieron, lanzaron flashes y se fueron…¡chinos de miéchica!
Bueno, eso de descanso es entre comillas, porque no hay nada más agotador que ser turista. Por tal motivo, te debes vestir con la ropa más cómoda: zapatillas, pantalones y poleras 100% algodón.
Luego de dos semanas de visitar lugares a los que todos van y de sacarte las mismas fotos que millones de turistas se han tomado, llega el momento de regresar.
El día de la partida te das cuenta que tu equipaje aumentó en una valija, tienes las patas con ampollas, la piel como jaiba cocida, estás resfriado, te duele la cabeza y ya no das más del agotamiento.
Como pasajero en tránsito en un Aeropuerto internacional, debes combinar vuelo para el regreso a tu país, lo que, con certeza, son unas cuantas horas de espera. Lo único que te queda es dormir en un incómodo asiento de plástico, con las patas sobre tu equipaje de mano.
Al regresar, tienes cambiados los horarios nuevamente, tus ojos están hinchados, el “jet lag” te bota a la cama y lo único que deseas es que, en algún tribunal de Justicia turística, te den una sentencia con arresto domiciliario para no salir de tu dormitorio en un mes; pero, lamentablemente, el lunes debes marcar tarjeta a las nueve en punto.
¿Qué tal te fue?...La raja, solo que… ¡necesito vacaciones para descansar de las vacaciones!.
Si hemos caído en estas irresistibles ofertas, víctimas de la creatividad publicitaria, luego de haber ahorrado todo un año, chaucha a chaucha, pedir un préstamo en una financiera con una tasa ladronamente conveniente y chequear cuánta plata tenemos en la tarjeta, comenzamos la aventura de convertirnos, por unos días, en turistas de algún lugar del universo.
El día planificado para partir, hay que encomendarse hasta a san Guchito, para que el aeropuerto no esté cubierto por una espesa neblina y nuestro vuelo pueda salir, luego, cerciorarse que el asiento no lo hayan sobre-vendido y que la teñida aeromoza no te venga a proponer cambiarte de la fila seis a la veintinueve, porque hay una niña llorando desconsoladamente porque no viene sentada con su mamá. Y ojala tengas espacio en los maleteros, porque cuando abres uno, parece un paquete de pañales, no puedes meter ni un dedo.
Luego de unas cuantas horas de vuelo, y al borde de una caquexia, debes esperar, pacientemente, que la niña te ofrezca pollo o carne... y qué desea para beber, Señor; para luego quedar con la sensación de no haber comido absolutamente nada y que hasta la pálida mantequilla era lastimosamente insípida.
Al bajarte del avión con las patas hinchadas, la cara de huevón, con horario cambiado y unas inoportunas ganas de hacer pipí, viene el temido paso por la policía internacional, en donde, en la ventanilla, debes sonreír con cara de imbécil para que el uniformado no piense que eres traficante, terrorista o pedófilo, y estampe, suspicazmente, el timbre en el pasaporte crudito, que certifica tu ingreso legal al país: Where are you from?...welcome to our country…Thank you so much!
Lo primero que se te ocurre, al llegar al hotel, es darte un largo, caliente y placentero baño y descansar como oso invernando, porque las horas de vuelo te dejaron el cuerpo cortado, luego de catorce horas casi te salen escaras en el poto y quieres prepararte para pasar unos lindos días, proporcionarte un merecido descanso y llenar la retina de paisajes nuevos.
Los paquetes incluyen vuelos, hoteles, city-tours y paseos por lugares típicos, en donde puedes comprar cosas que no le sirven a nadie, tomar un café chico que vale lo que en tu país te sale un opíparo almuerzo para dos, degustar no más de veinticinco cecés de un vino litriado en una bodega tradicional en nombre, ubicación y diseño, y darte vueltas, con cámara al cuello, lentes oscuros y jockey al revés, obvio, fotografiando escenas sonsas (que tampoco te van a servir para nada), por eso es que todo turista que se respete, tiene, en algún álbum de plástico, una foto sujetando la torre de Pisa, en posición horizontal con el obelisco de Buenos Aires simulando una tutula, con las patas abiertas imitando a la Torre Eiffel o besando a la Esfinge de Gizeh.
A todos les sucedió, en cualquier parte del mundo, que, repentinamente aparecieron, como una estampida, una patota de asiáticos, que te taparon la escena que ibas a fotografiar, posaron, rieron, lanzaron flashes y se fueron…¡chinos de miéchica!
Bueno, eso de descanso es entre comillas, porque no hay nada más agotador que ser turista. Por tal motivo, te debes vestir con la ropa más cómoda: zapatillas, pantalones y poleras 100% algodón.
Luego de dos semanas de visitar lugares a los que todos van y de sacarte las mismas fotos que millones de turistas se han tomado, llega el momento de regresar.
El día de la partida te das cuenta que tu equipaje aumentó en una valija, tienes las patas con ampollas, la piel como jaiba cocida, estás resfriado, te duele la cabeza y ya no das más del agotamiento.
Como pasajero en tránsito en un Aeropuerto internacional, debes combinar vuelo para el regreso a tu país, lo que, con certeza, son unas cuantas horas de espera. Lo único que te queda es dormir en un incómodo asiento de plástico, con las patas sobre tu equipaje de mano.
Al regresar, tienes cambiados los horarios nuevamente, tus ojos están hinchados, el “jet lag” te bota a la cama y lo único que deseas es que, en algún tribunal de Justicia turística, te den una sentencia con arresto domiciliario para no salir de tu dormitorio en un mes; pero, lamentablemente, el lunes debes marcar tarjeta a las nueve en punto.
¿Qué tal te fue?...La raja, solo que… ¡necesito vacaciones para descansar de las vacaciones!.
1 comentario:
Me he reído mucho con tu post, realmente ser turista es una pega pesada!
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