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Rey de Socos

jueves, 25 de noviembre de 2010

VIAJAR EN AVION (II)



“Línea Aérea Diaguita (LAD), anuncia la salida de su vuelo 705, con destino a Ovalle y conexiones, con escalas en Lima y Santiago de Chile, por favor, les rogamos a los señores pasajeros, ingresar por la puerta número doce, gracias"...
Al hacer la fila, nunca falta el histérico que está desesperado por ser de los primeros. Otra rubia teñida y uniformada, te pide la tarjeta de embarque, la corta por mitad y, sin mirarte a los ojos, con voz mecánica, te dice: -Que tenga buen viaje, Señor. 
Caminar por la manga hasta llegar al avión tarda unos minutos, porque los pasajeros se están peleando por los maleteros para meter hasta un moisés con una guagua, más tres valijas, de esas que se arrastran. Al llegar a tu asiento, obvio que no encuentras espacio ni para poner, al menos, la mochila, sorry.
-Permiso, por favor, voy en ventana.
-Señor, debe colocar todo bajo su asiento, gracias.
-Buenos días, señoras y señores, les habla su jefe de cabina. En nombre de LAD, el Comandante y su tripulación, les damos la más cordial bienvenida a bordo. Saludamos a los pasajeros de las líneas aéreas de la Alianza "Cambio Mapuche”, que hoy nos acompañan. Por regulaciones de seguridad, no está permitido el uso de señales de humo, tocar el cultrún y/o cantos de machitún durante las operaciones de despegue y aterrizaje, ya que pueden interferir con las señales de navegación y comunicación del avión. Les solicitamos que mantengan el respaldo de sus asientos en posición vertical, ajustar sus cinturones de seguridad y asegurar las mesas frente a ustedes. Gracias por elegir LAD, les deseamos un vuelo agradable.
Luego vienen las necesarias instrucciones sobre cómo ajustar el cinturón, de qué manera colocarse el chaleco salvavidas y el uso de las máscaras de oxígeno en caso de una emergencia.
-Atención tripulación de cabina, estamos próximos al despegue.
La velocidad que desarrolla el avión para poder elevarse es cien por ciento adrenalina. Subimos pegados al asiento, mientras una monjita reza una letanía, se persigna y desgrana las cuentas de un rosario oloroso. La ciudad se ve como una maqueta pálida y aún se distinguen los automóviles girando en las rotondas. 
Atravesando las nubes, el avión comienza a corcovear como yegua indómita, que hasta los ateos juntan las manos y mascullan alguna plegaria. 
Una vez que alcanzamos altura de crucero, de 26.000 pies (Unos 7.900 mts.) y ya pasaron las turbulencias, se inicia el servicio a bordo, que consiste en un escuálido snack: un mini alfajor, unas galletas de salvado y un paquete con diez pepas de maní salado...
-¿Para beber, Señor? Sólo tienen tres bebidas, té o café. – Sorry. - ¿Por qué, cree usted que el pasaje le salió tan barato, Señor?
Algunos aviones tienen pantallas en la parte posterior de los asientos, en donde aparece un mapa con la ruta del vuelo y puedes seleccionar los canales: juegos, escuchar música, ver películas viejas o programas cómicos con risas enlatadas. Cualquier distracción para reducir el stress es buena. 
Las mujeres hacen una interminable fila en el baño durante todo el vuelo. Los cabros chicos de porquería no dejan de llorar porque están aburridos. La vieja de tu asiento anterior inclina su respaldo al máximo y te lo estampa en la nariz, el guatón sentado a tu lado ronca como oso invernando y a la guagua llorona de la señora flaca no se le ocurre mejor idea que cagarse y llena la cabina con olor a mierda. No te queda otra que ponerte los tapones en los oídos, el antifaz y tratar de dormir un poco.
-Señores pasajeros, nos encontramos próximos a aterrizar en el Aeropuerto Internacional de Tuquí, donde la temperatura es de 25 grados. Por favor, pongan sus asientos en posición vertical, ajusten sus cinturones de seguridad y aseguren las mesas frente a ustedes. Les rogamos permanecer sentados hasta que el avión se haya detenido y la señal se haya apagado. Les recordamos no olvidar sus efectos personales. Para Línea Aérea Diaguita ha sido un placer tenerlos a bordo. Esperamos volver a contar con su presencia en un futuro próximo.
Los mismos histéricos que querían entrar primero, ahora quieren salir en primer lugar. Lo mejor es dejarlos pasar, total, igual vamos a estar todos esperando frente a la correa transportadora que aparezcan las maletas. 
Cuando estás por salir, te agarran los del SAG,  viene la última revisión y respondes preguntas con las manos arriba, como en un  asalto a mano armada: 
-Señor, ¿Trae frutas, verduras, semillas, un reloj de arena, moscas azules, uñas de lagarto, ranas vivas, huevos de codorniz, una caturra, abejas reinas, pan con queso, etc.? - No.- ¿Jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad? –Si, lo juro.-¿Firmó su declaración? –Si. -Pase.-Gracias.
Por fin, estás afuera: abrazos, besos y lágrimas con las personas que te reciben y, luego, haces como el Papa cuando visita un país: besas el suelo, dando gracias a Dios por estar en tierra firme y fuera de ese sistema. Volar ya no tiene glamour. Oui la la.

VIAJAR EN AVION (I)


En los 60’s, viajar en avión era un lujo. Ser parte del mundo de los Aeropuertos era tan inalcanzable como ingresar a una película de ciencia ficción. 
El público era muy selecto. Para la ocasión se vestía tan o más elegante que cuando se asiste a una acartonada ceremonia en la que los trapos juegan un papel fundamental. No era propio desentonar entre gente pituca o extranjera, vidriados salones y tapizados escoceses.
Ahora, en un Aeropuerto, nadie te sonríe. Ya no somos los clientes que mueven el sistema, sino los enemigos que quieren destruirlo.
Los boletos se adquirían en una Agencia de Viajes, quienes entregaban algo parecido a un talonario de cheques, con origen y destino, ida y regreso, su correspondiente copia, en un coqueto sobre de plástico. 
Se podía portar dos maletas y más de un bolso de mano. La atención a bordo era exquisita: vajilla de losa, vasos de vidrio, cubiertos metálicos, buena comida (y caliente) y una gran variedad de cosas para solicitar gratis como: caramelos, tragos, diarios, revistas, etcétera. Los niños podían, inclusive, visitar la cabina para sapear cómo se veía el mundo desde allí. 
Todos, pasajeros y sobrecargos, sonreían como en una fiesta de cumpleaños. Volar estaba lleno de glamour. Oui la la.
En las últimas décadas, subirse a un pájaro metálico es como tomar un micro con alas. 
El asunto se popularizó tanto que ahora tenemos vuelos hasta para la quebrada del ají, con precios desde veintinueve mil novecientos noventa. 
Los fabricantes han diseñado aviones en los que se trata de aprovechar el espacio al máximo, con el fin de embutir, en clase económica, la mayor cantidad posible de resignados pasajeros. La comodidad de antaño se convirtió en una comprimida lata de sardinas. 
Ahora, el boleto es electrónico, se compra por Internet y se paga con tarjeta, (sale un diez por ciento más económico). Se hace el check-in desde la casa o en las máquinas del Aeropuerto, al que debes llegar, como mínimo, con dos horas de anticipación. 
Se permite sólo una maleta, que no debe pesar más de 23 Kg., y un bolso de mano que no sobrepase los 8 Kg.
Las medidas de seguridad siempre estuvieron presentes, pero, luego de innumerables secuestros, la detención de narcotraficantes y del atentado a las Torres Gemelas, volar no sería nunca lo mismo.

(Y se exageró, espantosamente, el criterio de seguridad, como siempre hacemos luego de un hecho trágico o una situación límite: cuando nos gobernaban los militares, si decías, en cualquier parte, la palabra “justicia”, te fichaban como marxista-leninista, poniendo en riesgo la seguridad interior del Estado y te mandaban relegado a una islaHoy, si en un aeropuerto, se te ocurre balbucear, nada más, la palabra “bomba”, te sacan cascando, te meten preso y apareces en los diarios como pariente de un Euskadi miembro activo de la ETA)


Llegando al counter, la rubia teñida con cara de Institutriz, te pregunta si portas objetos corto punzantes, o algunos de los artículos prohibidos: desodorante spray, espuma de afeitar o bloqueador solar, en tu bolso de mano. (He estrujado mi cerebro, pensando cómo fabricar un poderoso explosivo con pasta dental, gel para el pelo y colirio). 

La maleta se fue a la bodega, sin pagar sobrepeso, queda llenar el papel de inmigración, despedirte de alguien con abrazos, besos y lágrimas, comprar algún periódico, libro o revista y caminar hasta las ventanillas de la Policía Internacional, donde debemos mostrar: pasaporte, el papel con datos personales y el boarding pass. 
El Detective nos dará una mirada suspicaz, arrogante y fría como un nazi, porque todos los pasajeros, somos potenciales sospechosos de algo: secuestradores aéreos, traficantes de estupefacientes o nos busca la INTERPOL por alcance de nombre, y con ellos, no se debe ser amable, jamás. Nos timbra la fecha de salida e indica la máquina de rayos equis, donde los funcionarios esperan encontrarnos ametralladoras, granadas y bazucas, por lo tanto, debemos depositar allí la notebook, la mochila y nos tenemos que empelotar: afuera la chaqueta, la correa, el reloj, el celular, las llaves, monedas o -Cualquier objeto metálico, Señor, por favor, (en algunos Aeropuertos te hacen sacar hasta los zapatos). 
Aunque la puerta no haya emitido ningún sonido, igual te pasan un detector de metales por el poto... por si las moscas, poh... porque quieren estar, absolutamente, seguros que tus calzoncillos no explotan.
Y bueno, recoges tus cosas, y mientras te vistes, observas, al frente, un cubo de vidrio lleno de: cortauñas, tijeras, destornilladores, cortaplumas y el yatagán de Cocodrilo Dandy. 
Sigue la pasada obligada por el Duty free, pero con el sudor acumulado por el improvisado strip tease, lo que menos quieres hacer es comprar huevadas, por lo tanto, pasas al baño a refrescarte, te compras una bebida y ya te sientas, más o menos tranquilo, en la sala de embarque, a esperar con paciencia de monje Tibetano, frente a la puerta número doce. 
A esa altura, aún no dejas de ser sospechoso de algo, porque falta que venga un Policía con un perro de mierda que te olfatea, desde las patas hasta los anteojos, buscando droga. Si pasan de largo, significa que estás limpio como una patena. Que tengas buen viaje.

martes, 16 de noviembre de 2010

TURISTA CHILENSIS


Hasta los 80’s, el chileno medio turisteaba en la copia feliz del edén. El éxito económico de los últimos años y las ofertas, cada vez más al alcance del bolsillo de la clase media, le han dado la posibilidad de regalarse vacaciones afuera. 
El primer destino fue Mendoza. Y mediante su comportamiento, se dibujó el turista chilensis que no conocíamos. Muy pocos son atraídos por el turismo de aventura: escalar montañas, navegar en ríos turbios o dormir en medio de una selva. Les encantan las urbes y si tienen la posibilidad de visitar ochocientos Malls, tanto mejor. 
El chileno, resultó ser, en un alto porcentaje, un turista urbano, enfermo de arribista, marquero y ostentoso.
Luego se puso de moda Miami. En las conversaciones post-vacaciones en la Oficina, los colegas nos lateaban contándonos, con fascinación, que habían estado todo un día en el Dolphin Mall, fíjate tú, y lo fabuloso que es, te juro, oye. Nos describían, con lujo de detalles, las maravillas de Disney, Orlando y Sea World. La charla era acompañada de testimonios fotográficos, porque si vas a presumir de tus vacaciones afuera, es obvio que debes traer imágenes de los lugares visitados, para que te envidien. Entonces, con un engreimiento atroz, comenzaban a explicar: - Ahí estamos en la puerta del Hotel, - Esos son mis hijos en la piscina, cacha la piscina, poh. – Esta es del Aeropuerto. Luego venía la muestra de todas las chucherías que habían comprado en los templos sagrados de la tierra santa del consumismo. Volvían con dos maletas extra, aparte de haberse robado las pantuflas, los frascos de shampoo y los jabones del Hotel. 
Cuando les confesabas que no habías estado nunca en Miami, te miraban con lástima y te decían: ¿Y cómo podís vivir?
Surgieron nuevos destinos: Cancún, Isla Margarita y Jamaica. Y sucedía lo mismo, te lateaban contándote los prodigios de esos paradisíacos lugares, de lo chancho que lo habían pasado y, por supuesto, te mostraban fotos y lo que habían comprado. Las mujeres volvían peinadas a lo Bo Derek, con cuatrocientos cincuenta trencitas y los hombres, con una guayabera bordada que les disimulaba la panza, y un sombrero de paja con las hilachas colgando.
En los últimos años, con el cambio del dólar a favor, viajar a la cosmopolita Buenos Aires es como ir a La Pintana; por lo tanto, han invadido San Telmo, Recoleta y Puerto Madero. Es muy fácil distinguir a mis compatriotas por las callecitas de la cuna del tango: la mayoría, aunque los jotes estén cayendo asados, se pasean con chaqueta de cuero recién comprada, calculadora en mano y se lo vitrinean todo, hasta las tiendas de electrodomésticos. 
Se lo pasan haciendo paralelos o comparando: - O sea, esto sería, más o menos, como el barrio Bellavista, ¿Cachai?, - Esto sería como Providencia, - Esto es como el Plaza Vespucio, pero más feo.- La torre ENTEL es más linda que esta hueá, - La nueve de julio es ancha, pero me quedo con la Alameda, de todas maneras, - No hay como un rico mote con huesillos, ¿ah? (Según los mozos de restaurantes porteños, al chileno le gusta la carne como carbón, es exigente con el vino y muy amarrete con las propinas). 
En el Aeropuerto, asaltan el Duty Free, porque no pueden resistir la tentación de comprar chocolates toblerone, perfumes que provocan estornudos, un cartón de cigarrillos y una botella de güisqui. Por supuesto, no olvidan un jarro para el café que diga: “I love Bs As”.
Otros comenzaron a ir Brasil: Sao Paulo, Río de Janeiro o Curitiba. Muy pocos visitan las Cataratas de Iguazú, (porque allí no hay mucho para comprar). Se curan con caipirinha, le toman fotos a una negra potona y los guatones se atreven, en las playas de Ipanema, a bañarse con zunga. 
Regresan del país de la zamba con una mariposa exótica enmarcada, una réplica del Corcovado, artesanías de cristal de roca y vestidos con una polera chillona, con un tucán gigante, que dice: “Yo estuve en Brasil”.
Últimamente, se han sumado al fenómeno del “turismo médico”. Por el tema de los costos, obviamente, aprovechan las vacaciones para respingarse la nariz, estirarse la cara o sembrarse pelos en la cabeza. En Chile pagarían una fortuna por colocarse tetas, reducirse el poto o conseguir una impecable dentadura, en cambio, en Lima o Buenos Aires,…-Pagai la nada misma, te juro, y quedai regia, oye.
El comportamiento del turista chilensis deja mucho que desear en el extranjero, sobre todo, los jóvenes: hacen “perro muerto”, se colan en el metro, suben gratis a los micros y se roban los diarios de las máquinas expendedoras. Y todo eso lo hacen… muertos de la risa. 
En muchos países encuentran monedas chilenas en los teléfonos públicos, porque nuestros compatriotas han pretendido “hacer lesas” a las máquinas. 
En España, directamente nos consideran ladrones.
El éxito económico nos llenó los bolsillos de billetes, pero no nos brindó cultura ni elegancia ni buenos modales.

martes, 9 de noviembre de 2010

AUTO


Sistema de señalización digital

En los 60’s, tener auto era privilegio de ricos, porque se compraban al contado. La gran mayoría utilizaba locomoción colectiva y se acostumbraba a caminar varias cuadras para ir al trabajo, al colegio o al Hospital. 
Usábamos harto las bicicletas y, si requeríamos transportar cosas pesadas, tomábamos un taxi, un carretón de fletes o un coche tirado por caballos. No teníamos dramas.
En los 80’s, gracias a un Banco oportunista, los automóviles se pudieron comprar al crédito, motivados con un creativo y vendedor spot de TV, con el cual impusieron un agresivo slogan “Cómprate un auto, Perico” que más bien sonaba a insulto.
Y el homo chilensis de clase media aspiracional tercermundista, sucumbió a la tentadora oferta, quiso dejar atrás su condición de peatón y adquirió un flamante automóvil, pensando que le daría status
Y se presumía harto con el temita, porque, estos nuevos chóferes, no guardaban nunca las llaves en el bolsillo, sino que, en donde anduvieran, las hacían tintinear, le gritaban a su mujer: -“Mi amor, se me quedó la chaqueta en el AUTO” o presuntuosamente, lanzaban el llavero sobre un mesón, así, para nadie pasaba inadvertido que el obeso mórbido, coquetamente vestido de pantalón y camisa amasada, era un arribista endeudado con cuatro ruedas. Un espectáculo, verdaderamente, patético.

(Lo mismo sucedió, en los 90’s, con los primeros celulares, que no se lo sacaban de la oreja por nada del mundo y también con las tarjetas de crédito, porque, esos mismos gordinflones, en la caja del Supermercado, sacaban, con petulancia, una porta chequera, mostrando a diestra y siniestra las ciento cuarenta y dos coloridas tarjetas e incluso le preguntaban a la cajera -¿Con cuál le pago, mi reina?)

Como consecuencia de este fenómeno, surgieron las Escuelas de conducir y los Departamentos de Tránsito de las Municipalidades, diariamente, estaban atestados de gente esperando, ansiosa, obtener su licencia. 
O sea, la cosa iba en serio: Tengo auto, luego existo. Y comenzaron (y no se acabarán fácilmente) los problemas en nuestras calles, avenidas y carreteras.
A los pocos años, se generó un nuevo mercado: el del auto usado. 
Su clientela eran aquellos que también querían andar motorizados, pero no les alcanzaba el billete para encalillarse con el Banco, entonces compraban, a precios más asequibles, una digna Citroneta o Renoleta de segunda o tercera mano, la amononaban un poco y ya les servía para presumir ante los vecinos, en el trabajo o con la parentela: “Tengo auto”, y eso era como llegar a la cima del Everest, que le hayan confirmado que era descendiente del Conde de Cañete o que su apellido ya no era González ni Tapia. 
Luego, estos neo-automovilistas, lograban adquirir autos japoneses o rusos, siempre de segunda mano, hasta que, con mucho sacrificio, lograban alcanzar el soñado cero kilómetro. Eso era la gloria y ameritaba una fiesta con canapés de lengüita de canario, un jabalí al palo y palomas de la paz escabechadas.
Pero estas maquinitas nos hicieron mal. 
Manejando con lentes oscuros nos sentimos reyes del mundo y nos permitimos insultar a quien se nos cruce; incluso nos burlamos y lanzamos vituperios a la gente “de a pie”, grupo al cual nosotros pertenecíamos no hace mucho. 
Para qué decir de las injurias a los otros chóferes, porque eso es pan de cada día. Para un automovilista, quien conduce a más velocidad que él, es un desquiciado y el que va más lento que él, un imbécil.
Algunas personas no pueden prescindir del autito, porque ya forma parte de su anatomía (lo mismo que el celular) y quedarse sin él es una tragedia griega, un bloqueo psico-motor y una depresión aguda. No salen ni a la esquina, se quedan confinados en la casa como si estuvieran condenados con arresto domiciliario y cuando uno los llama, lo primero que dicen es: “Estoy sin auto” y eso significa que no tienen piernas, no existen los taxis, ni los micros ni el metro, o sea, no pueden movilizarse. Qué horror, oye.
Dicen que el cementerio está lleno de automovilistas que tenían la razón. Ninguna ciudad se escapa de tener entre sus estadísticas un lamentable número de innecesarias muertes provocadas por la letal combinación automovilística: testosterona, alcohol y alta velocidad.
El auto, Perico, no hizo cosas buenas por nosotros. Nos convirtió en sedentarios. Nos estresamos con los tacos. Desde las primeras horas de la mañana, cuando vamos a trabajar, todos los días nos encontramos con un histérico que te bocinea frenéticamente y conduce como si estuviera a punto de cagarse en los pantalones. 
Con todos los líos que provoca el “parque vehicular”, aparte de la contaminación atmosférica y acústica, no se puede estacionar en ninguna parte, si dejas el auto en la calle te roban lo que pueden o, impunemente, se lo llevan. Respecto a los partes, seguros, precios de la bencina y repuestos, cada uno tiene su propia experiencia.
En la decadente sociedad de consumo en la que estamos inmersos, Perico, el auto no nos hizo más felices ni nos dio categoría ni clase: nos deshumanizó.