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Rey de Socos

jueves, 7 de junio de 2007

NIÑO DIOS DE SOTAQUÍ

A sólo 12 km de Ovalle, a 285 msnm, por la rivera derecha del río Limarí, se ubica el pintoresco pueblo de Sotaquí, de no más de 4.000 habitantes. 
Tiene el particular encanto de las aldeas pequeñas, formado por quintas y huertos: ambiente tranquilo, limpio, con ricos aromas a hierbas y habitado por gente sencilla, trabajadora y hospitalaria.
El cultivo de la uva pisquera (de allí proviene el afamado pisco con nombre de origen) es la faena principal de los lugareños, aunque también es conocido por sus maizales, paltas, nísperos, vinos y aguardientes.
El lugar es, principalmente, conocido por la fiesta religiosa del venerado Niño Dios, que se celebra, cada 6 de enero, desde el año 1873.

La imagen es de madera policromada, de 40 cms., representa a Jesús en la infancia, con los brazos extendidos, en la mano derecha sostiene un globo terráqueo, que expresa el afán protector de Jesús por la humanidad y en la izquierda un corazón de plata. Es de origen quiteño y se define como una imagen “de fanal”, luce cabellos naturales y un vestido bordado con hilo de oro.
No podemos hablar de la fiesta de Sotaquí sin recordar a quien fuera el Cura Párroco de muchos años, el Padre Joseph Benedikt Stegmeier; un curita alemán que llegó muy joven para hacerse cargo de la Parroquia y dedicó toda su vida a pastorear a los feligreses no solo de Sotaquí, sino de todos los pueblos de la comarca. Fue él mismo quien plantó el huerto de los paltos, donde el Niño permanece hasta antes de la procesión.
El día de la fiesta, las calles, antes solitarias y silenciosas, toman colorido y bullicio con los comerciantes que instalan sus carpas en todos los sitios posibles; se organizan estacionamientos especiales por la cantidad de vehículos que llegan unos días antes. Se puede comprar y vender de todo: frutos de la zona, empanadas, pastel de choclo, juguetes para los regalones, artículos para el hogar, “la novedad del año”, etc.; es el aspecto profano que rodea un culto de nuestro pueblo, una fe sencilla, sin cuestionamientos e inquebrantable.
Escuchamos plegarias que brotan de gargantas secas por el agobiante calor, ojos brillantes que se posan sobre la imagen horas y horas, lo “alumbran” hasta que la cera de la vela les quema la mano, pagan mandas, caminan de rodillas y rezan.
Los tambores de los bailes religiosos ensordecen con su contagiante sonido y frenético baile, la gama de ellos es variada: danzantes, chinos, indios, chunchos…el sudor por el esfuerzo les cubre el rostro completamente, no importa, “hay” que bailarle al Niño.
Los peregrinos son incontables, ese día la población llega hasta más de 50.000 personas. Se observan rostros afligidos, consternados: “te pido por mi familia”, “sana a mi madrecita”, “que encuentre trabajo”, “que me vaya bien en la Universidad”…

Luego de finalizada la procesión se termina todo: “será hasta la vuelta de año” cantan los chinos, todos agitan banderas y estandartes, la masa de peregrinos sacan a relucir sus pañuelos blancos para despedir a la adorada imagen que entra de nuevo en el templo y los tambores provocan casi un terremoto que hace saltar el corazón de emoción. Esa es la fe de mi pueblo.

Dedicado a la memoria del Padre José Stegmeier, quien bendijo el matrimonio de mis padres.

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