En los 60s, en el Estadio Ferroviario, cada fin de año, tradicionalmente, se presentaban las niñas del Liceo y del Amalia Errázuriz en brillantes revistas de gimnasia.
En la Villalón, encaramados en el techo, veíamos los ensayos de Liceanas y Amalinas, quienes competían por realizar sincronizadas coreografías, desfiles prusianos y danzas que brillaban por el colorido del vestuario, la puesta en escena y la música.
Era un despliegue de entusiasmo en que uno podía observar a todo un plantel preocupado y esforzándose por una presentación artística que resultara impactante, en el mismísimo césped en donde cada domingo jugaba sus aguerridos partidos el equipo de Deportes Ovalle, con el “Juanana” Díaz en la delantera.
Lo mismo hacíamos las Escuelas Básicas en el Estadio fiscal. La costumbre estética de esos tiempos era que los gimnastas se vestían de blanco, por ende, había que lavar pantalones cortos, camisetas y hasta calcetines con agua de cuba o dejarlos remojando con azul, además de pintar las zapatillas con perla blanca.
Vestir intachablemente níveo era sinónimo de esmero, elegancia y buen puntaje a la hora de ponerle nota a una presentación.
El contraste de los uniformes albos sobre el fondo verde del campo deportivo es una combinación que siempre resulta atractiva, más aún, si las figuras humanas mueven las extremidades sincronizadamente al ritmo de un seleccionado fondo musical, de percusión o, sencillamente, a pitazos.
Los organizadores del evento debían poseer poderes de hechiceros para coordinar y sincronizar un número tras otro del programa, porque había que preparar escenografías, trasladar moais de cartón, armar una palmera de papel o un puente japonés en minutos; con la preocupación de fijarlos con tirantes de alambre, para que las brisas de la tarde no derribaran la torre de un castillo con la Rapunzel en la ventana.
Además, estar preocupados que a las bailarinas cariocas no se les cayeran los plátanos de la cabeza, que la temida bruja no se tropezara con los tacos altos y que la distinguida hada madrina saliera justo a tiempo con su varita mágica a transformar roedores en lacayos y calabazas en carros de princesa. Coordinar que a las gitanas no les pusieran el disco “Café, café…café con leche café…” que era para los esclavos negros y que a las odaliscas no les correspondiera bailar un mambo con el que batía, provocativamente, las caderas la Tongolele.
Todo eso era posible; ya que los temas musicales venían en discos 45 RPM con un tremendo hoyo en el centro y si el tocadiscos era con diseño para el orificio pequeño, había que colocarle una “galleta” para que funcionara correctamente; y entre los Hispavox, Odeón y RCA, las carátulas eran casi las mismas, había que leer muy bien antes de poner el maldito disco.
Lo peor sucedía cuando el tema musical venía en un long play 33 1/3, que tenía como 12 pistas y había que achuntarle, a mano, al disco correcto, con destreza de tirador al blanco. Era complicado el cuento. Los DJ de ese tiempo eran acróbatas.
Al final, el público aplaudía de pie las piruetas, el desplante teatral y el esfuerzo de los gimnastas que habían realizado saltos mortales en el caballete, lo espectacular de la presentación de las niñas con el ula-ula y lo refrescante que había sido escuchar a una buena moza Carmela cantando: “Yo vengo de San Rosendo a vivir a la ciudá…”
Todos felices con el resultado. Los malulos del LHO y de la Industrial, satisfechos de haberle echado una “lukeadita” a la niña que les gustaba vestida de sirena, a la polola de guaripola y haber visto a un compañero de curso caracterizado de plumífero bailando “el pobre pollo, enamorado, de la gallina Francolina, que puso un huevo en la cocina…”
Eran nuestras fiestas de fin de año que nos hacían vivir un día de magia, un minuto de fama, en el que éramos: el hoyo del queque, la frutilla del helado… la última chupada del mate.
En la Villalón, encaramados en el techo, veíamos los ensayos de Liceanas y Amalinas, quienes competían por realizar sincronizadas coreografías, desfiles prusianos y danzas que brillaban por el colorido del vestuario, la puesta en escena y la música.
Era un despliegue de entusiasmo en que uno podía observar a todo un plantel preocupado y esforzándose por una presentación artística que resultara impactante, en el mismísimo césped en donde cada domingo jugaba sus aguerridos partidos el equipo de Deportes Ovalle, con el “Juanana” Díaz en la delantera.
Lo mismo hacíamos las Escuelas Básicas en el Estadio fiscal. La costumbre estética de esos tiempos era que los gimnastas se vestían de blanco, por ende, había que lavar pantalones cortos, camisetas y hasta calcetines con agua de cuba o dejarlos remojando con azul, además de pintar las zapatillas con perla blanca.
Vestir intachablemente níveo era sinónimo de esmero, elegancia y buen puntaje a la hora de ponerle nota a una presentación.
El contraste de los uniformes albos sobre el fondo verde del campo deportivo es una combinación que siempre resulta atractiva, más aún, si las figuras humanas mueven las extremidades sincronizadamente al ritmo de un seleccionado fondo musical, de percusión o, sencillamente, a pitazos.
Los organizadores del evento debían poseer poderes de hechiceros para coordinar y sincronizar un número tras otro del programa, porque había que preparar escenografías, trasladar moais de cartón, armar una palmera de papel o un puente japonés en minutos; con la preocupación de fijarlos con tirantes de alambre, para que las brisas de la tarde no derribaran la torre de un castillo con la Rapunzel en la ventana.
Además, estar preocupados que a las bailarinas cariocas no se les cayeran los plátanos de la cabeza, que la temida bruja no se tropezara con los tacos altos y que la distinguida hada madrina saliera justo a tiempo con su varita mágica a transformar roedores en lacayos y calabazas en carros de princesa. Coordinar que a las gitanas no les pusieran el disco “Café, café…café con leche café…” que era para los esclavos negros y que a las odaliscas no les correspondiera bailar un mambo con el que batía, provocativamente, las caderas la Tongolele.
Todo eso era posible; ya que los temas musicales venían en discos 45 RPM con un tremendo hoyo en el centro y si el tocadiscos era con diseño para el orificio pequeño, había que colocarle una “galleta” para que funcionara correctamente; y entre los Hispavox, Odeón y RCA, las carátulas eran casi las mismas, había que leer muy bien antes de poner el maldito disco.
Lo peor sucedía cuando el tema musical venía en un long play 33 1/3, que tenía como 12 pistas y había que achuntarle, a mano, al disco correcto, con destreza de tirador al blanco. Era complicado el cuento. Los DJ de ese tiempo eran acróbatas.
Al final, el público aplaudía de pie las piruetas, el desplante teatral y el esfuerzo de los gimnastas que habían realizado saltos mortales en el caballete, lo espectacular de la presentación de las niñas con el ula-ula y lo refrescante que había sido escuchar a una buena moza Carmela cantando: “Yo vengo de San Rosendo a vivir a la ciudá…”
Todos felices con el resultado. Los malulos del LHO y de la Industrial, satisfechos de haberle echado una “lukeadita” a la niña que les gustaba vestida de sirena, a la polola de guaripola y haber visto a un compañero de curso caracterizado de plumífero bailando “el pobre pollo, enamorado, de la gallina Francolina, que puso un huevo en la cocina…”
Eran nuestras fiestas de fin de año que nos hacían vivir un día de magia, un minuto de fama, en el que éramos: el hoyo del queque, la frutilla del helado… la última chupada del mate.
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