De mis abuelos, tengo, orgullosamente, ascendientes campesinos: gente sencilla, honrada y trabajadora; pero, sobre todo, personas con un alto sentido de la decencia, la generosidad y una singular armonía con la naturaleza.
De ellos aprendí a disfrutar del canto de los queltehues en etapa de apareamiento; comer brevas maduras encaramado en la punta de una higuera vieja y devorar a mordiscos una sandía helada y de corazón rojo, que había sido previamente estrellada contra la base del tronco de un sauce llorón.
Con ellos viví la emoción de ver parir a una chancha rosada, ser testigo del emocionante momento en que un polluelo rompe a la vida desde un huevo; tomar leche al pie de la vaca y bañarme desnudo en un plácido río cristalino, en atardeceres rojos, circundado por un ruedo de cerros de roca firme, vestidos de cactus y primaverales añañucas.
Entre esos montes perfectamente delineados en un cielo azul intenso, diáfano e infinito; en ese valle generoso, pintado de diversos violáceos colores, donde el sol y el frío endulzan día y noche las uvas pisqueras, cuyas parras alfombran de verde las faldas de los cerros; donde el olor a brea fresca invade el ambiente y el sonido de las chicharras, armonizado con el canto del río entre las piedras azuladas calma todos los ataques de nervios y las tensiones reprimidas; allí, entre esos conciertos naturales, vine al mundo.
Ese valle forma parte de mí y lo llevaré por siempre prendido en el alma.
Comiendo chaguales y tallos de cardos en primavera, curtido por el sol intenso y puro, en el silencioso y cautivador paisaje, me formaron, crecí y me hice hombre. Allí fui un niño feliz andando a “pata’pelá”, la cara sucia y un botón menos en el tirante de mi “overall” de mezclilla, lanzando piedras a los tiuques con una honda fabricada por las hábiles manos de mi abuelo.
Mis antepasados son Diaguitas, artistas alfareros, un pueblo pacífico y creativo. Me sobran motivos para estar orgulloso de mis orígenes.
Estudié en una humilde escuela pública, con número y gratuita, en calle Benavente. Un digno establecimiento en donde me enseñaron a amar mi gente, mi suelo, y a sentirme orgulloso de ser chileno.
Hasta mi adolescencia recorrí las limpias calles de mi ciudad.
Nunca olvidaré los incomparables helados de canela del Casino Olmedo, la palmerada Alameda y su espejo de agua, Vicuña Mackenna con su Galería Yagnam y la tienda La Colmena, la Escuela Parroquial; Libertad y Coquimbo con la Casa Domb, la Plaza de Armas, el Oasis, la Media luna; tampoco me olvido del Politécnico, Tuquí, La Chimba, Los peñones, el puente Viñitas, la Villalón, el estadio ferroviario y la Maestranza con su nostálgica sirena; la Parroquia San Vicente Ferrer y el Teatro Nacional.
No se me borrarán jamás de la retina: el antiguo e inmaculado Colegio Amalia Errázuriz, que se alza majestuoso en la parte alta, el Molino Castilla, al final de la Alameda y el vetusto Convento de las monjas de la Providencia.
Cada vez que regreso, me saturo del sol que pellizca la piel, disfruto observando las casitas de la subida al cementerio y del pintoresco entorno y me siento parte de allí, porque, en mi corazón, nunca me fui.
Siempre es un placer salir a pasear hacia el Embalse La Paloma, Monte Patria, El Palqui; meter las patas al agua en la Chimba, ir a comprar arrollado a Punitaqui y observar, extasiado, un atardecer en la Quebrada del Ingenio desde la casa de mi prima en la JTO, mientras tomo onces con tecito remojado, con sabor a canela, tortilla de rescoldo y queso asado, con gente amo y que, sé, me aman. Esas frescas tardes ovallinas cargan mi alma con amor del bueno.
La Nóbel poetisa dijo: “el paisaje de la región donde se nace, es marcador del sentir de una persona”.
Ese entorno me dejó señalado para siempre.
Soy del norte verde, del centro mismo de la producción del queso de cabra y la riqueza minera.
Soy queso, uva y oro.
Fui, desde niño, alimentado con pan candeal y mote con huesillos; y no encuentro placer más grande que disfrutar de una sierra ahumada virginal, con cebolla picada al cuadro, limón, sal, cilantro y mayonesa, como siempre la preparó mi madre.
De ellos aprendí a disfrutar del canto de los queltehues en etapa de apareamiento; comer brevas maduras encaramado en la punta de una higuera vieja y devorar a mordiscos una sandía helada y de corazón rojo, que había sido previamente estrellada contra la base del tronco de un sauce llorón.
Con ellos viví la emoción de ver parir a una chancha rosada, ser testigo del emocionante momento en que un polluelo rompe a la vida desde un huevo; tomar leche al pie de la vaca y bañarme desnudo en un plácido río cristalino, en atardeceres rojos, circundado por un ruedo de cerros de roca firme, vestidos de cactus y primaverales añañucas.
Entre esos montes perfectamente delineados en un cielo azul intenso, diáfano e infinito; en ese valle generoso, pintado de diversos violáceos colores, donde el sol y el frío endulzan día y noche las uvas pisqueras, cuyas parras alfombran de verde las faldas de los cerros; donde el olor a brea fresca invade el ambiente y el sonido de las chicharras, armonizado con el canto del río entre las piedras azuladas calma todos los ataques de nervios y las tensiones reprimidas; allí, entre esos conciertos naturales, vine al mundo.
Ese valle forma parte de mí y lo llevaré por siempre prendido en el alma.
Comiendo chaguales y tallos de cardos en primavera, curtido por el sol intenso y puro, en el silencioso y cautivador paisaje, me formaron, crecí y me hice hombre. Allí fui un niño feliz andando a “pata’pelá”, la cara sucia y un botón menos en el tirante de mi “overall” de mezclilla, lanzando piedras a los tiuques con una honda fabricada por las hábiles manos de mi abuelo.
Mis antepasados son Diaguitas, artistas alfareros, un pueblo pacífico y creativo. Me sobran motivos para estar orgulloso de mis orígenes.
Estudié en una humilde escuela pública, con número y gratuita, en calle Benavente. Un digno establecimiento en donde me enseñaron a amar mi gente, mi suelo, y a sentirme orgulloso de ser chileno.
Hasta mi adolescencia recorrí las limpias calles de mi ciudad.
Nunca olvidaré los incomparables helados de canela del Casino Olmedo, la palmerada Alameda y su espejo de agua, Vicuña Mackenna con su Galería Yagnam y la tienda La Colmena, la Escuela Parroquial; Libertad y Coquimbo con la Casa Domb, la Plaza de Armas, el Oasis, la Media luna; tampoco me olvido del Politécnico, Tuquí, La Chimba, Los peñones, el puente Viñitas, la Villalón, el estadio ferroviario y la Maestranza con su nostálgica sirena; la Parroquia San Vicente Ferrer y el Teatro Nacional.
No se me borrarán jamás de la retina: el antiguo e inmaculado Colegio Amalia Errázuriz, que se alza majestuoso en la parte alta, el Molino Castilla, al final de la Alameda y el vetusto Convento de las monjas de la Providencia.
Cada vez que regreso, me saturo del sol que pellizca la piel, disfruto observando las casitas de la subida al cementerio y del pintoresco entorno y me siento parte de allí, porque, en mi corazón, nunca me fui.
Siempre es un placer salir a pasear hacia el Embalse La Paloma, Monte Patria, El Palqui; meter las patas al agua en la Chimba, ir a comprar arrollado a Punitaqui y observar, extasiado, un atardecer en la Quebrada del Ingenio desde la casa de mi prima en la JTO, mientras tomo onces con tecito remojado, con sabor a canela, tortilla de rescoldo y queso asado, con gente amo y que, sé, me aman. Esas frescas tardes ovallinas cargan mi alma con amor del bueno.
La Nóbel poetisa dijo: “el paisaje de la región donde se nace, es marcador del sentir de una persona”.
Ese entorno me dejó señalado para siempre.
Soy del norte verde, del centro mismo de la producción del queso de cabra y la riqueza minera.
Soy queso, uva y oro.
Fui, desde niño, alimentado con pan candeal y mote con huesillos; y no encuentro placer más grande que disfrutar de una sierra ahumada virginal, con cebolla picada al cuadro, limón, sal, cilantro y mayonesa, como siempre la preparó mi madre.
12 comentarios:
Amigo diaguita, gracias a tu relato estoy motivado para gozar de las cosas simples de la vida en mi próxima visita al Valle del Río Grande. También espero volver a comer los huesillos y descarozados de Carén, las brevas e higos que son mi perdición, buscar donde hay cachitos de nuez envueltos en papel mantequilla, los moldes de dulce de membrillo, ese queso de cabra del que hablas... ¡ Uf !
Me llama la atención la palabra Chaguar que usas. Hay pocas referencias con ese nombre y pienso que te refieres al "Chagual" (puya chilensis) que he tenido la suerte de comer en alguna excursión por los cerros.
Me refiero a pocas referencias en Chile. Algunos apuntan que sería chaguar una deformación liguística.
HOLA JORGEPATO:
Tienes toda la razón con respecto a la palabra chaguar, es una deformación linguistica local, en que la "ele" es reemplazada con una "erre". Hay otros casos como: Caldo (cardo), locoto (rocoto) el dedo (er deo), es cosa que nos recordemos cómo pronunciaban nuestros abuelos.
Gracias por tu aporte, de veras muy apreciado.
MEMO
JORGEPATO: No tengo idea a qué fuentes recurrir...pero tu sugerencia es buena...será un desafío interesante intruducirme en el tema de la quema de Judas para escribir algo. Gracias por sugerirlo.
MEMO
Muy buena su nota amigo, regresé a mi niñez, lo que ud relata es lo mismo que viví yo y quisiera volver a vivirlo, saludos y buena suerte en todo
Alejandro: Gracias por postear. Me alegra constatar que tantos ovallinos se identifiquen con mis relatos. Por los comentarios que recibo desde todos los lugares del mundo donde viven algunos coterráneos, compruebo, definitivamente, que los ovallinos amamos, incondicionalmente, nuestra querida Perla del Limarí y que tenemos muchísimas vivencias en común. Un abrazo diaguita. Memo
No tengo la fortuna de ser de ese hermoso lugar, nací entre cemento y bocinas de autos, pero conocí Ovalle ya de bastante mayor y me dejó una maravillosa impresión; a lo mejor fué influenciada por una querida amiga que si nació en Ovalle y he escuchado algunas de sus historias de niñez. Me emocionó su relato.
Gracias Diaguita:
Tu resela me ha invocado no solo recuerdos, sí no tambien muchas emociones y sentimientos aledaños a mi amada ciudad que me adoptó desde muy temprano en mi adolescencia cuando llegue desde Santiago a estudiar a la Escuela Industrial de Ovalle, ubicada en ese entonces en Vicuña Mackenna 640 y a su Internado en la misma cuadra, casi al llegar a calle Tamaya. Esas memorias son un capitulo aparte lleno de amigos, aventuras y vivencias de adolecente.
Tu escrito me hizo retroceder hacia el pasado, más específicamente mi primer viaje a Ovalle vía ferrocarril. El glorioso tren matutero, cuando llegaba del Norte. A lo que me quería referir concretamente es, a los coches Victorias. Llegando a la Estación de Ovalle, estaba ahí esperándome mi abuelo que estaba vacacionando en esa. Y me llevó hasta calle Portales donde el estaba afincado, y me dijo que en la ciudad habia un solo taxi y la única forma de movilizare era en vivtorias, a las que él cariñosamente llamaba Chicoteados. Mi abuelo era músico y su especialidad era formar Orfeones,trabajaba en Santiago y era enviado a distintas partes de Chile donde existía una Maestranza a desarrollar orfeones o bandas de música. También historia aparte. Bueno esas victorias fueron muy populares, y estacionaban normalmente en la Plaza de Armas frente donde ahora estan los edificios fiscales. Tres o cuattro de ellas ahí y el mismo número en la Alameda, entre calle Maestranza y Libertad. Creo que en ese tiempo eran solo siete de ellas. Y ahora dato curioso. Los ficheros fueron Bomberos Voluntarios.si, lo fueron, cómo en los tiempos que no habían carros motorizados o carro bombas, bomberos tenia un carro con una bomba de palanca y al momento de llamado a un incendio, los ficheros, desenganchaban los caballos y corrían al Cuartel en calle Miguel Aguirre a enganchar los caballos a la Paila, y me comentaba un viejo bombero que la salida del carro era espectacular, especialmente de noche, ya que la bomba ademas de las palancas era energuzada con vapor, así es que además tenia una caldera, recordaba que era un espectáculo. Hombre de uniformeprotector, caballos agradecidos por ell ruido, gritos de órdenes, corrían rápidamente despues al lugar del llamado. Y los, o uno de los, actores principales eran los cocheron con sus caballerías.
Gracias por la añoranzas.
AMADO; Gracias por tu aporte. Enriquece muchísimo el artículo.
Un abrazo de Diaguita,
Memo
Liliana: Gracias por su comentario.
Un abrazo de Diaguita.
Memo
Sí...que grandes recuerdos, cuando tuvimos que volver desde una oficina salitrera del Norte Grande, se cerraba Humberstone, nuestro viaje de 3 días para alcanzar la Estación de FFCC del E, mi vida en la población Canihuante, la escuela 3 y el liceo de Hombres Alejandro Alvarez Jofre, sus profesores, inspectores y auxiliares, los partidos de Ovalle Ferroviario vistos desde el cerro...años de pobreza y felicidad
Anónimo:
Gracias por postear.
Un abrazo de diaguita.
Memo
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